El tema del pecado original es importante y necesario para valorar el lugar de Cristo como redentor de la humanidad, pero para el cristiano esto es ya agua pasada. El cristiano, por la fe en la revelación de Dios y el don del Bautismo, ha sido acogido en Jesucristo, puede orientar su libertad hacia Dios para recibir su gracia y compartir su vida en el amor. Sin embargo, como veíamos en Pablo, aunque parece que no debería ser así, el problema del pecado persiste, porque el cristiano sigue cometiendo pecados y siendo pecador. Lo razonable sería que una persona que se entrega a Dios de corazón y acoge su salvación en Cristo no pecara más, sin embargo la dura y dolorosa realidad de los pecados personales sigue presente en la vida de los cristianos.
Este fenómeno obedece también a una ruptura de la armonía entre la libertad de hacer y la de ser. Mientras que la opción fundamental de vida del cristiano se dirige a vivir la voluntad de Dios en Cristo, las elecciones concretas que hace son, al menos ocasionalmente, contrarias a esa opción fundamental. Es como si la herida del pecado original siguiera abierta e hiciera prácticamente imposible la correcta ordenación de la libertad humana hacia su fin propio en Dios. Para comprender cómo esto puede ocurrir debemos recurrir al concepto de concupiscencia.
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