Aristóteles decía que el hombre manso se encuentra en medio de dos personajes igualmente viciosos: el “colérico” (que se enfada por todo) y el “impasible” (que le da igual ocho que ochenta). Al manso le adornan la paciencia, la bondad, la comprensión. Pero esta actitud no significa pasividad, o debilidad. La mansedumbre es la virtud de los fuertes, que saben canalizar sus deseos a veces demasiado impulsivos e impacientes, no para reprimirlos, sino para ordenarlos y sacarles el verdadero provecho.
La mansedumbre tiene algo de suavidad, y también mucho de fortaleza. Debajo de una persona mansa hay una gran fortaleza interior. En cambio, el débil actúa con violencia, para que no se descubra su debilidad, fruto de su inseguridad. Se muestra duro y dominante con los débiles, mientras que cede clamorosamente ante los poderosos. La mayor violencia es producida por la mayor debilidad. Enfadarse sin motivo es síntoma de debilidad. Como dice Escrivá de Balaguer en Camino: “No digas: ‘Es mi genio así..., son cosas de mi carácter’. Son cosas de tu falta de carácter” (Camino 4).
Nadie “nace” manso. Uno puede nacer apocado, tímido, corto, débil... pero manso, no. Nos hacemos mansos conforme maduramos como personas, y vamos adquiriendo unas virtudes en realidad poco comunes.
Decía Francisco de Osuna en el Tercer abecedario espiritual: “Bienaventurados los mansos porque tienen la virtud del imán, que atrae el hierro con atracción natural. No hay manera mejor de atraer y ablandar la dureza de los corazones ásperos que con la mansedumbre”. Y es verdad: la violencia y el mal carácter producen rechazo, y sólo la mansedumbre acerca a las personas.
Cristo se presentó como “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), y ofreció este camino para encontrar el reposo del corazón. “Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra (Mt 5,4).
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