DE LA MAGDALENA
Elisa, ya el preciado cabello, que del oro escarnio hacía, la nieve ha variado; ¡ay! ¿yo no te decía: —Recoge, Elisa, el pie, que vuela el día?
Ya los que prometían durar en tu servicio eternamente, ingratos se desvían por no mirar la frente con rugas afeada, el negro diente.
¿Qué tienes del pasado tiempo sino dolor? ¿cuál es el fruto que tu labor te ha dado, si no es tristeza y luto, y el alma hecha sierva a vicio bruto?
¿Qué fe te guarda el vano, por quien tú no guardaste la debida a tu bien soberano, por quien mal proveída perdiste de tu seno la querida
prenda, por quien velaste, por quien ardiste en celos, por quien uno el cielo fatigaste con gemido importuno, por quien nunca tuviste acuerdo alguno
de ti mesma? Y agora, rico de tus despojos, más ligero que el ave, huye, adora a Lida el lisonjero; tú quedas entregada al dolor fiero.
¡Oh cuánto mejor fuera el don de hermosura, que del cielo te vino, a cuyo era habello dado en velo santo, guardado bien del polvo y suelo!
Mas hora no hay tardía, tanto nos es el cielo piadoso, mientras que dura el día; el pecho hervoroso en breve del dolor saca reposo;
que la gentil señora de Mágdalo, bien que perdidamente dañada, en breve hora con el amor ferviente las llamas apagó del fuego ardiente,
las llamas del malvado amor con otro amor más encendido; y consiguió el estado, que no fue concedido al huésped arrogante en bien fingido.
De amor guiada, y pena, penetra el techo estraño, y atrevida ofrécese a la ajena presencia, y sabia olvida el ojo mofador; buscó la vida;
y, toda derrocada a los divinos pies que la traían, lo que la en sí fiada gente olvidado habían, sus manos, boca y ojos lo hacían.
Lavaba larga en lloro al que su torpe mal lavando estaba; limpiaba con el oro, que la cabeza ornaba, a su limpieza, y paz a su paz daba.
Decía: «Solo amparo de la miseria extrema, medicina de mi salud, reparo de tanto mal, inclina aqueste cieno tu piedad divina.
¡Ay! ¿Qué podrá ofrecerte quien todo lo perdió? aquestas manos osadas de ofenderte, aquestos ojos vanos te ofrezco, y estos labios tan profanos.
Lo que sudó en tu ofensa trabaje en tu servicio, y de mis males proceda mi defensa; mis ojos, dos mortales fraguas, dos fuentes sean manantiales.
Bañen tus pies mis ojos, límpienlos mis cabellos; de tormento mi boca, y red de enojos, les dé besos sin cuento; y lo que me condena te presento:
preséntate un sujeto tan mortalmente herido, cual conviene, do un médico perfeto de cuanto saber tiene dé muestra, que por siglos mil resuene.»
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