Al terminar cada día quisiera ofrecerte, Señor, las manos vacías después de haber repartido todo lo que soy y tengo entre tanta gente con la que me he cruzado.
Quisiera haber dejado mi corazón repartido entre todos los que sufren: unos en el cuerpo; otros, pobres, en el alma.
Quisiera haber dejado mi palabra entre los sordos que apenas si oyen hablar de ti.
Quisiera haber dejado mi mirada entre los ciegos que no te ven en los pliegues de la vida.
Quisiera haber dejado mi amor a ti entre los que no sienten amor ni compasión por nadie.
Quisiera haber dejado mis caricias a los duros, a los que no se enternecen ante nada.
Quisiera haber transferido mi sangre a los heridos, a los que lloran, a los que están hundidos.
Quisiera haberme quedado sin abrazos de tantos como hubiera debido repartir.
Quisiera haber dejado hasta el aliento en todos los que están como vencidos.
Quisiera terminar, Señor, mi día, sin nada que ofrecerte, las manos ya vacías...
Así, de esta manera, no tendrías, Jesús, otro remedio que llenarlas tú mismo con tu amor para empezar de nuevo, al otro día, a darme y repartirme entre la gente. ... lo mismo que haces Tú.