LA POBREZA Y LA FE
No habrá tenido mucho. Pero lo que tenía era muy suyo. Sobre todo,
porque de tanto llevarlo encima había terminado por sentir indispensables todas
esas realidades: sus botas, su poncho, sus ropas, su chambergo y su facón.
¡Habían compartido tantas cosas juntos, que había terminado
por encariñarse con todo eso! Más que cosas suyas,
las sentía como parte de sí mismo. Como realidades de su
misma historia. Al sentir consigo todas esas realidades,
se sentía viviendo una historia con continuidad: historia
con pasado. Y todo hombre que está en camino siente la
tentación del pasado. Tentación que se concretiza en el poseer; en el no dejar.
Al llegar a la orilla de ese río, la opción le resultó dura.
Esa realidad del río que atravesaba como un tajo su
camino, le exigía una decisión dolorosa. No es que no
quisiera atravesarlo; ¡si para eso se había puesto en camino!
Lo duro no estaba en vadearlo; sino en que para vadearlo debía
tomar una actitud nueva frente a todas sus cosas viejas;
frente a todo lo que era suyo; frente a todo lo que se le había adherido.
Todo bicho exigido a dejar el pellejo, busca arrinconarse.
Lo busca hasta el gusano que quiere ser mariposa.
Para poder crecer hasta el volido, necesita aceptar el retiro del
capullo. La rosa y el gusano lo hacen por instinto; al cristiano, por ser hombre, le toca decidirlo.
Al llegar a la orilla del río, nuestro hombre se acurrucó en silencio.
Antes de despojarse por afuera necesitaba unificarse
por dentro. Necesitaba mirar la correntada, dejar que
ella le entrara por los ojos y se le fuera corazón adentro.
Necesitaba que el corazón pasase primero,
para poder luego seguirlo su cuerpo. En esa actitud se le fue
la tarde, y la noche le cayó encima con todo su misterio.
Y en esa actitud lo pilló el lucero. Fue entonces recién cuando dijo:
"sí". Un sí que lo venía arreando desde lejos.
El mismo sí, que lo pusiera en movimiento al comienzo.
Despacio se puso de pie, se quitó el poncho y lo tendió en
el suelo. Se sacó las botas y las colocó en el centro.
Luego el facón, el pañuelo, la faja y el chambergo.
A cada pilcha que entregaba, el hombre se iba
empobreciendo. Los grandes momentos de la vida no
necesitan dramatismo. El drama es el escenario ficticio
que necesitan ciertos acontecimientos cuando carecen
de suficiente espesor para impactarnos por sí mismos.
O cuando no han sido aceptados por la rumia y nos resultan indigestos.
Por eso el hombre, sin broma ni drama, ató las cuatro
puntas del poncho que contenía todo los suyo. Lo voleó
tres veces como un lazo para darle impulso y lo tiró por
encima de la correntada para que fuera a caer a la otra
orilla. De este modo colocaba lo suyo allí donde él mismo
debía llegar. Hacía que lo suyo se le adelantara para esperarlo en la meta.
Y allí quedó él, en la orilla de acá, liberado de todo para poder
vadear mejor ese río y urgido a vadearlo para poder encontrarse
con todo lo suyo, que lo había precedido.
Porque era un hombre que amaba profundamente lo suyo.
Nada se ha de perder
de lo que el Padre nos ha dado.
Hace más de veintitrés siglos un joven salmista,
al que le pasó algo parecido, le decía al Señor en un largo poema:
Yo pongo mi esperanza en vos Señor,
que no quede frustrada mi esperanza