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Respuesta  Mensaje 1 de 6 en el tema 
De: GAVIOTA LIBERTAD  (Mensaje original) Enviado: 03/08/2009 19:27
26


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Respuesta  Mensaje 2 de 6 en el tema 
De: GAVIOTA LIBERTAD Enviado: 03/08/2009 19:28

26 de agosto
SAN CEFERINO, 
 Papa y Mártir

Estáis llenos de deseos... 
y no conseguís lo que deseáis.
(Santiago, 4, 2).


   San Ceferino, sucesor de San Víctor en la Sede Apostólica, resistió valientemente a los herejes y a los paganos. Durante la persecución del emperador Severo fue el sostén y el consuelo de los fieles; su caridad le hacía experimentar sus sufrimientos como si fueran propios. Murió hacia el año 217.

  MEDITACIÓN
CÓMO HAY QUE ORDENAR
LOS DESEOS

   I. Nuestra felicidad en esta vida depende de la regla que impongamos a nuestros deseos. Aprende a limitarte en el deseo de los bienes naturales. Quisieras gozar de mejor salud, poseer más ingenio, más fuerzas, más hermosas cualidades naturales; este deseo es fuente de inquietudes. Conténtate con lo que Dios te ha dado, agradécele; acaso te condenarías si tuvieses los brillantes talentos que de seas. Aunque ahora tuvieras lo que deseas, no por ello estarías más contento. Sólo Dios puede colmar tus anhelos. Dedícate a hacer su voluntad y todos tus deseos serán satisfechos.

   II. Conténtate asimismo con los bienes de fortuna que Dios te ha dado; no son las riquezas, ni los honores, los que te harán feliz. ¡Cuántas personas hay más pobres que tú y sin embargo son más dichosas, porque no desean sino lo que Dios quiere que posean! El pecador es infeliz, tenga o no tenga lo que él desea. (San Próspero).

   III. Un deseo te es permitido, es el llegar a un grado más alto de santidad; hasta debes imitar las heroicas virtudes que admiras en los santos, en la medida en que tu estado y condición te lo permitan. Examínate acerca de los deseos de tu alma; desea con ardor llegar a la santidad. Nada esperes, nada temas, y habrás reducido a la impotencia la cólera de tu enemigo. (Boecio).

La resignación a la voluntad de Dios
Orad por vuestra patria.

ORACIÓN   

   Pastor eterno, considerad con benevolencia a vuestro rebaño, y custodiadlo con protección constante por vuestro bienaventurado mártir y Sumo Pontífice Ceferino, a quien constituisteis pastor de toda la Iglesia. Por J. C. N. S. Amén.


Respuesta  Mensaje 3 de 6 en el tema 
De: GAVIOTA LIBERTAD Enviado: 03/08/2009 19:28

26 de agosto

SAN ANDRÉS
HUBERTO FOURNET,
Confesor

Procurad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa
(San Agustín)

   Cuando era estudiante, nuestro santo firmaba sus libros con esta frase: "Andrés, que nunca será ni religioso ni sacerdote". Y Dios le hizo la jugada de hacerlo sacerdote y fundador de religiosas. Nació cerca de Poitiers (Francia) en 1752. En sus primeros años era rebelde y molestón y la única que medio lo podía soportar era su propia madre. Pero esta santa mujer se propuso hacer de esa fierecilla un buen pastor, que salvara otras almas que estuvieran en dificultades. Era generosísima con los pobres. Andrés la criticaba porque le parecía que ella daba demasiado, y le decía que a los pobres había que darles únicamente las sobras. Ella le dijo un día: "Mira, vas a la mesa, echas en una bandeja las mejores frutas, los panes más grandes y los traes y los regalas al pobre que está en la puerta pidiendo. Recuerda que lo que se dé al necesitado se le da a Nuestro Señor, y que para el Señor siempre se da lo mejor". En el momento el muchacho no entendió la lección, pero más tarde hará de este consejo de su madre una ley para toda su vida.

   Sus padres lo enviaron a estudiar interno en un colegio, pero Andrés era el promotor de todos los desórdenes. Parecía que tuviera cien pulgas debajo de la camisa. No era capaz de estarse quieto. Al fin el rector, como castigo, lo hizo encerrar en un cuarto oscuro. Pero el inquieto estudiante se fugó de allí y se fue a su casa. Cuando su padre ya le iba a dar por ello un tremendo castigo, la madre intercedió por él y obtuvo que le perdonara,  con tal de que volviera al colegio y se portara bien. Así lo prometió y así lo cumplió. En adelante su conducta fue excelente.

   Al empezar sus estudios de filosofía en Poitiers, perdió el poco fervor que tenía y se dedicó a una vida mundana y de continuos paseos, fiestas y bailes. Pero todo esto le dejaba un vacío inmenso en el alma y una insatisfacción completa y horrible.

   Sin consultar a ninguno de su familia entró en la carrera militar. Pero cuando quiso visitar a sus familiares, ninguno lo quiso aceptar. Su madre tuvo que ir al ejército y pagar una fuerte multa para que lo licenciaran y lo dejaran retirarse. Quiso buscar puesto como empleado público, pero tenía una letra tan enredada que en todas las oficinas donde pidió empleo fue rechazado.

   Fue entonces cuando le recomendaron que se fuera a pasar unas semanas con un tío sacerdote, párroco, que tenía fama de santo. Y allí en compañía de este hombre de Dios, le llegó a Andrés el cambio total en su comportamiento y en su modo de pensar, y se dedicó a los estudios eclesiásticos, a la oración y meditación.

   Fue ordenado sacerdote y enviado como ayudante de su tío el párroco.

   Empezó a predicar y lo hacía con palabras muy elegantes y rebuscadas. Un día al empezar el sermón se le olvidó todo y tuvo que suspender su sermón. Su tío, el anciano párroco, le dijo: "Es que lo que buscas es lucirte y aparecer bien ante los demás, y eso no le gusta a Dios. Debes predicar con más sencillez". Cambió entonces de método y en adelante la gente comentaba: "Antes el padrecito aparecía como muy sabio, pero nadie le entendía nada. Ahora habla como nosotros, y su predicación nos vuelve mejores".

   Cuando ya lo nombraron párroco, Andrés se dedicó a vivir muy elegantemente con lujosas comodidades en su casa cural. Más le interesaba aparecer como un señor muy importante que como un santo sacerdote. Su madre seguía rezando mucho por él. Y un día que había preparado un gran almuerzo para los más ricos de la parroquia llegó un pordiosero a pedirle limosna y entró hasta el comedor. El Padre le dijo que no tenía nada para darle, y el otro observando esas mesas tan bien servidas le dijo: "¿Y todo esto qué es?". Y mirándolo fijamente le dijo: "Padre Andrés, usted vive más como un rico que como un pobre, como lo manda Cristo". Esta frase impresionó inmensamente al joven párroco. Esa noche fue a la iglesia y pidió perdón a Nuestro Señor. Desde el día siguiente quitó todos los lujos de su casa parroquial, y se dedicó por completo a ayudar a los pobres. En adelante en vez de invitar a los ricos se iba a visitar a los más abandonados. Desde que dejó su vida de lujos y de comilonas y se dedicó a gastar todo lo que recibía a favor de los pobres, la santidad de Andrés empezó a crecer notablemente.

   En 1789 estalló la terribilísima Revolución Francesa que asesinó a miles de católicos y persiguió sin compasión a todos los sacerdotes. El Padre Andrés tuvo que esconderse y los guardias de la revolución lo buscaban por todas partes. Un día cuando estaba escondido en un armario en una familia, al oír que los perseguidores amenazaban a los demás de la casa, salió y se presentó a los militares, estos quedaron tan impresionados ante su venerable presencia, que se fueron y no se lo llevaron preso.

   El Padre Andrés se disfrazó de labrador y se fue a vivir en la finca de una señora muy católica. Pero un día llegaron allá los enviados del gobierno en busca de él para llevárselo y matarlo. La señora y Andrés estaban charlando junto a la chimenea cuando de repente llegaron los gendarmes preguntando por el sacerdote. La dama sin más ni más le dio una cachetada al padre diciéndole: "Váyase inmediatamente a hacer sus oficios y deje de estar por aquí sin hacer nada". Los militares creyeron que era un servicial de la casa y no lo siguieron, y así él pudo salir huyendo. Después decía por burla: "Fue lo mejor que usted podía hacer. Si no, me habrían descubierto".

   Después tuvo que salir huyendo hacia España y allá estuvo cinco años. Cuando suavizó la persecución, volvió a su querida parroquia de Maillé y se dedicó a reavivar el fervor de sus parroquianos predicándoles misiones y dedicando muchas horas a confesar. 

   Tuvo la suerte de encontrar una mujer con grandes cualidades para la vida religiosa, Santa Isabel Bichiers des Ages, y con ella fundó la Comunidad de Hermanas de la Santa Cruz, que se llaman también, hermanas de San Andrés. Él fue hasta su muerte el director espiritual de esa comunidad. Un día en que las religiosas no tenían casi harina para hacer pan para sus muchos niños pobres, el santo le dio la bendición a un poco de harina, y con ella pudieron hacer pan para todos.

   Muchos laicos y sacerdotes lo buscaban para que les diera dirección espiritual porque tenía el don de saber aconsejar muy bien.

   El 13 de mayo de 1834 pasó a gozar de la paz del Señor.


Respuesta  Mensaje 4 de 6 en el tema 
De: GAVIOTA LIBERTAD Enviado: 03/08/2009 19:28

26 de agosto

SANTA ISABEL
BICHIERS
DES AGES,
(*)
Virgen

   Nació San Andrés Huberto Fournet en Saint Pierre de Maillé, en Poitou, el año 1752. Santa Isabel Bichiers des Ages, su compatriota, en el castillo de Ages en 1773.

   Estas fechas son de una importancia capital. Si no hubieran atravesado ambos Ios peligros de la Revolución francesa, su destino hubiera sido totalmente diferente. Suponiendo incluso que ellos hubieran oído la llamada de la santidad, él hubiera sido un buen sacerdote, apreciable a las jerarquías establecidas, dejando tras él el doble recuerdo efímero de un hombre de Dios y un hombre de mundo, uno de esos a los que se echa de menos, pero a quien se olvida pronto porque no dejan ninguna traza durable; ella hubiera sido fiel esposa o santa religiosa; sus méritos no hubieran sido conocidos más allá de un pueblo o de los muros de un claustro.

   Los acontecimientos los han formado de otro modo. Haberlos hecho nacer en un tiempo agitado, haberlos arrojado como puentes espirituales entre dos épocas "para salvar lo que estaba perdido": son señales de predilección divina. Pero además este destino les emparenta con toda una familia de espíritus que resistieron de la misma manera a los trágicos acontecimientos de! antiguo régimen. Desde entonces su historia toma proporciones inmensas. A través de ella se refleja un siglo de historia de la Iglesia. Hay más: está en el fondo el eco de lo que ha pasado y pasará siempre en semejantes circunstancias. Después de cada tormenta, la Iglesia, que se creía muerta, revive con más fuerza. El interés de estas dos existencias es poner de relieve una ley permanente de la vida espiritual del Cuerpo de Cristo: su perpetua regeneración.

   Bajo el signo de trivialidad espiritual está lo que fueron los primeros años de Andrés Huberto e Isabel. No es necesario por tanto ensalzar fielmente sus rasgos.

   El ambiente que rodea sus cunas mezcla curiosamente el afecto a los viejos principios y la parte vivida en la ligereza y en la frivolidad.

   El que Andrés Huberto recibiera la tonsura a los diecisiete años no le obliga o le compromete apenas. Adquiere con ello el beneficio de la capilla de San Francisco en la iglesia de Bonnes. Pero su elección no está hecha. Pasa de la filosofía al derecho y tantea incluso la vida militar. Hijo de una cristiana madre, él le debe su sensibilidad, lealtad, aplicación y seriedad ante la vida, incluso en medio de las disipaciones propias de la juventud. Por fin decide ponerse al servicio de Dios y entra en el seminario.

   Ya sacerdote, se sumerge en el cumplimiento cotidiano de su ministerio como vicario de su tío en Haims; después en Saint-Phél de Maillé y, finalmente, de párroco en San Pedro de la misma ciudad. La elección es buena: le gusta el contacto con las almas, las visitas a los feligreses, entre los que se hace popular por sus sencillas maneras, aprendidas en el medio familiar. Visita igualmente a los pobres, que, trabajando como campesinos o artesanos, forman la mayor parte de su parroquia. A todos va ganando su afecto hasta gozar de una gran estima, cumpliendo siempre con puntualidad las obligaciones de su ministerio. También consigue bienestar material.

   Pero pronto Dios va a sacudir su alma y él sabrá reconocer en los pequeños detalles, al igual que en los acontecimientos de envergadura, la mano del Señor.

   He aquí su primer ejemplo. Esperando cierto día a comer a unos amigos junto a una mesa abundantemente provista, presentóse un pobre a su puerta a pedir limosna. Cogido de improviso, se excusa diciendo "no tengo dinero". "Dinero no, pero vuestra mesa está repleta", responde el mendigo. Estas palabras hieren lo más profundo de su ser: en un momento se da cuenta del contraste entre su tren de vida y las exigencias de las bienaventuranzas. Desde entonces la austeridad penetra en su casa; incluso su predicación va a cambiar, tornando su estilo, hasta ahora florecido, por la palabra sencilla, directa, evangélica. Por eso, hasta el sacristán le abandona diciéndole: "¡Ah, señor párroco, al principio predicabais tan bien que nadie os comprendía. Ahora todo el mundo entiende lo que decís!".

   Y en cuanto a los grandes acontecimientos, con él entramos en la gran Revolución de 1789, y ya sabemos lo que vino con ella: la persecución de la Iglesia en Francia. Los sacerdotes que se niegan a aceptar la Constitución civil del clero y a prestar juramento cismático no tienen otro remedio que la clandestinidad para poder escapar de la prisión, preludio de la guillotina. El padre Fournet también se oculta. Varias veces escapa de milagro de la muerte, merced a la ayuda de muchos de sus parroquianos. Pero su presencia es un peligro para las familias que le esconden y entonces, a imitación de su obispo y muchos otros sacerdotes, huye por Burdeos y Las Landas hasta San Juan de Luz, donde fácilmente puede tomar un barco para España. Así lo hace y permanece en San Sebastián hasta que un decreto del rey Carlos IV le obliga a fijar su residencia en una pequeña villa navarra: Los Arcos.

   El destierro le abruma. 1797 trae consigo una cierta esperanza y poco después el padre Fournet vuelve a Maillé, cuando el Directorio asume el poder. Más aún se persigue a los refractarios y cae en gran delito quien evangeliza o administra algunos sacramentos. Y su corazón se siente desolado, se entristece, a la vista de las profundas miserias que la impiedad oficial ha operado en ausencia de todo ministerio sacerdotal organizado.

   Isabel Bichiers des Ages procede igualmente de familia cristiana. Su tío, monsieur de Mossac, es gran vicario en Poitiers. La desgracia marcará prematuramente su vida. A los diecinueve años, en 1792, queda huérfana. Pero esto no es todo. La rabia de los hombres de la Revolución les lleva a jurar arrancarle la fortuna que le queda de su madre. Ella se defiende ardientemente, triunfa después de interminables procesos, es una mujer de autoridad. Los representantes del pueblo terminan respetándola y ello le permite llevar socorro a los sacerdotes perseguidos.

   Así es como se encuentra con el padre Andrés. Un día coge sitio en un hórreo que reemplaza a la iglesia parroquial. Son tantos los fieles que se amontonan junto al confesor, que tiene que esperar ocho horas para poder obtener una pequeña entrevista. Mucho tiempo de espera, pero poco tiempo en comparación con las consecuencias derivadas de este providencial encuentro de los Marsillys: "Las Hijas de la Cruz, escribirá más tarde, pueden venerar con devoción particular este rincón obscuro que fue para ellas la Cueva de Belén de su Instituto".

   ¿Sabe alguno de ellos la inmensa cosecha que promete este grano arrojado casi por casualidad sobre un terreno labrado? Es probable que no. ¿Quién puede prever que la atmósfera se esclarecerá tan pronto, que Francia volverá a encontrar su paz y la Iglesia su libertad por un Concordato que devuelve el derecho de ciudadanía en Francia a la religión cristiana?

   Sin esperar a más, el clero recomienza el trabajo. Las misiones se multiplican. La vida cristiana, en sueño durante años, encuentra un nuevo vigor. El padre Fournet se encuentra en la primera línea del apostolado, en el puesto más humilde, donde él acaba de encontrarse.

   Rápidamente mide la insuficiencia de estos primeros esfuerzos. Muchas almas, incluso algunas de los perseguidores de ayer, vuelven a Dios. Pero el mal es universal al mismo tiempo que profundo; es la misma sociedad la que está desorganizada. Los niños crecen sin formación; los viejos y enfermos mueren a falta de cuidados y sin recibir los sacramentos. Es necesario hacer mucho más.

   ¿Cuántos son los que en esta época sienten el mismo tormento? Se desconocen los unos a los otros, pero de todas partes sopla el espíritu. Una marea eleva las almas. El retroceso de la historia mostrará la simultaneidad y la convergencia de estos esfuerzos. Muy cerca de San Andrés Hubert un admirable sacerdote, Guillermo Chaminade, restaura la vida religiosa en Burdeos y ve a muchos jóvenes, chicos y chicas por él formados, entrar en la vida religiosa dando origen a los Marianistas, Hijas de María y a las Damas de la Misericordia. Pero él no está solo en Burdeos: Noailles funda La Santa Familia y Soupre la Doctrina Cristiana. Y así podríamos dar una vuelta a Francia recogiendo amplia cosecha. El viejo adagio de Tertuliano queda una vez más en pie a través de los tiempos: "Sanguis martyrum, semen christianorum". Ya lo había dicho Cristo antes: "Si el grano de trigo no muere, no puede dar mucho fruto".

   En Poitou San Andrés Hubert Fournet va a realizar esta obra con Isabel Bichiers des Ages. A su petición la joven ha entrado, después de algún tiempo, en la costosa tarea del don de sí mismo. En su parroquia de Béthines abre una escuela para la formación de las jóvenes. Pronto algunas compañeras se agrupan a su alrededor y aceptan una nueva sugerencia de su director espiritual, el cuidado de los enfermos.

   ¿Por qué este pequeño grupo inicial no puede ser la celda inicial de una nueva sociedad donde realice su apostolado? Isabel Bichiers des Ages no ve en esta primera tentativa más que un postulado que ha de conducirla hasta el Carmelo. Duda. Se dirige a Poitiers para buscar una orientación. El padre Fournet, después de seis meses, pone fin a sus deseos: "Apresuraos a venir aquí; hay niños que no conocen los primeros principios de la religión; pobres enfermos tendidos sobre sus lechos sin el más mínimo socorro, sin consuelo. Venid a cuidar de ellos, a atenderlos en la hora de la muerte".

   La necesidad la lleva. El paso está dado. Todo marcha bien. Afluyen nuevos brotes. La casa no es suficiente y después de varios cambios se traslada a La Puye, en 1820, donde la congregación naciente fijará su casa madre. Cada vez más requerido por la formación de religiosas, el padre Fournet sacrificará su puesto en Maillé para entregarse por entero al nuevo Instituto que acaba de aprobar el obispo de Poitiers.

   Ha descargado su conciencia, pero no ha arrancado de su corazón el atractivo que le había hecho entrar plenamente en la práctica de un ministerio rural que exige delicadeza, paciencia, celo pastoral intenso y condenado frecuentemente a quemarse sin arrojar exteriormente llamas vivas. La Puye y sus alrededores se benefician de su ministerio. Instintivamente se da cuenta de que la clave de los trabajos constantes se encuentra en el corazón de los sacerdotes: se desgasta, sin contar en la formación de sus compañeros que se asocian a su labor.

   Siempre permanece primordial en la jerarquía de sus deberes el cuidado de sus hijas.

   Es necesario seguirle en este terreno para buscar lo que tiene de original la nota particular con que él dota la espiritualidad de su familia religiosa. La orientación que le da es quizá más la exigencia de una época que la inclinación de una naturaleza individual. Por esta razón reviste una singular e instructiva autoridad.

   Pasarnos por alto las prácticas de las virtudes evangélicas, la necesidad de la oración para mantener contacto con el Señor, todas estas cosas que extrañaría no encontrar en una regla religiosa.

   Más interesantes son las prescripciones donde recomienda el cuidado de los pobres, la presencia en el mundo, la ruda mortificación, instrumento indispensable del desprendimiento.

   "Pauperes evangelizantur". La evangelización de los pobres es, como dice el Señor, una de las señales del reino de Dios, así como los milagros que acompañan a la venida del Mesías. Cuando los ricos son preferidos a los pobres, planea sobre la cristiandad la señal de los castigos. Con la riqueza acaban las civilizaciones adornadas con el título de cristianas.

   En el siglo XVII San Vicente de Paúl y San Juan Bautista de La Salle se habían inclinado sobre el doble problema de la miseria material y espiritual de las pobres gentes. San Andrés Hubert y Santa Isabel Bichiers des Ages encuentran de nuevo esta intuición esencial. Los niños y los enfermos son el dominio elegido por las Hijas de la Cruz, a ejemplo del Señor que, "durante los tres últimos años de su vida mortal, no se ocupa más que en instruir en todos los lugares, hasta en medio del agua; en todo tiempo, de día y de noche... ¿Qué más hizo el Señor en su vida mortal? Mostró el mayor celo por los enfermos, hasta aplicarles su saliva..." ¡Así habla el reglamento de vida escrito por los dos santos! Evangelizar a los pobres, aliviar a los desgraciados: dos polos de actuación del Salvador, dos obligaciones esenciales de las Hijas de la Cruz.

   Esta misión exige la presencia. Es necesario estar en contacto con el pueblo, con sus niños, con sus ancianos, tener cuidado de preparar y prolongar la acción apostólica del clero. "Si conocierais el don de Dios en vuestra misión en Bayona, escribe a la superiora que el fundador ha enviado allí, vuestro corazón se dilataría... Hacéis lo que hace el señor obispo, lo que hacen los sacerdotes, los confesores, los predicadores: aprendéis a conocer a Dios y a la religión: predicáis la doctrina de la cruz y del desprendimiento; enseñáis con la práctica a escoger las privaciones a los placeres, las humillaciones a las alabanzas". La Hija de la Cruz estará, pues, mezclada con el mundo.

   Hay que tener en cuenta estas últimas palabras. Estamos en la fuente de la santificación de las que deben permanecer en medio del mundo, las "Hijas de la Cruz", "espíritus desprendidos de todo por la pobreza completa, almas de pureza y castidad perfecta, seres muertos a todo lo que es voluntad propia por la obediencia absoluta", como dice uno de los historiadores del padre Andrés Hubert. No hay allí cláusulas de estilo. La redención es siempre costosa. Lo que nos impide descubrir al Señor y seguirle gozosamente es el mundo con todas sus inquietudes, que traba nuestra alma con las cadenas que le impone. El naturalismo del siglo XVII, las pretensiones de la "razón" asedian el espíritu del padre Fournet en una decoración de persecuciones, de súplicas, de sangre vertida. Quiere que sus hijas tengan una vida mortificada, que sea como una audaz respuesta a las pretensiones insensatas. La regla que redacta prevé ayunos y penitencias de toda clase, una austeridad como para volver atrás a las almas valerosas. Los vicarios capitulares de Poitiers no pudieron menos de dulcificar en algunos puntos los capítulos sobre la alimentación y el sueño. Aún hoy la austeridad se trasluce al primer golpe de vista en el hábito de las Hijas de la Cruz. Si la reciente reforma ha privado de esa larga toca que impedía casi la visión y toda muestra de afectación, el hábito negro, que cae sin pliegues, dice a la vez renunciamiento y rectitud, una rectitud que haría pensar en la rigidez si no hubiera en la mirada, hoy al descubierto, señales de acogimiento y bondad presta a prodigarse.

   Hace ya cien años que San Andrés Hubert y Santa Isabel han dejado este mundo; él murió el 13 de mayo de 1834; ella le encontró en el cielo el 26 de agosto de 1838. Es decir poco que en ese momento la Congregación contaba con 633 religiosas repartidas en 99 casas diseminadas por 23 diócesis de Francia. El árbol, ¿sobreviviría a las circunstancias que habían favorecido su desenvolvimiento? La Revolución francesa se convierte cada día más en un recuerdo. La mentalidad moderna parece preferir una espiritualidad de Encarnación a una espiritualidad de Redención, de la cual sería una locura poner en duda su necesidad.

   Las Hijas de la Cruz, cada día más numerosas, continúan, no obstante, la obra de sus fundadores. Ellas, por su inmolación cotidiana, aseguran la perennidad de su bienhechora actuación.

 PAUL GOUYON


Respuesta  Mensaje 5 de 6 en el tema 
De: GAVIOTA LIBERTAD Enviado: 03/08/2009 19:29

26 de agosto
BEATO TOMÁS PERCY

Y LAURO,
Mártir

Soy el trigo de Dios. Es preciso que yo sea
molido por los dientes de las fieras para
convertirme en el pan inmaculado de Cristo. 
(San Ignacio de Antioquía, camino del suplicio)  

   El Beato Tomás Percy nació en 1528. Conde de Northumberland desde 1537, Thomas al principio gozaba de una excelente relación con la Reina Isabel I (r. 1558-1603). También había servido a la Reina María (r. 1542-1587). 

   En 1563, la Reina Isabel le concedió la Orden de la Jarretera. Más tarde, Tomás se vio envuelto en  el  Alzamiento del Norte y  huyó a Escocia pero fue traicionado a cambio de la recompensa de doscientas libras ofrecida  por  la Reina Isabel. Durante tres años languideció en la prisión, rehusándose fervientemente a abjurar de su fe a cambio de la libertad. Finalmente fue decapitado en York. Fue beatificado en 1896.


Respuesta  Mensaje 6 de 6 en el tema 
De: GAVIOTA LIBERTAD Enviado: 03/08/2009 19:29

26 de agosto

BEATO BERNARDO
DE OFFIDA,
Confesor

La cortesía es hermana de la caridad, 
que apaga el odio y fomenta el amor.
(San Francisco de Asís)

   Todo es poético en la vida de este capuchino: su infancia graciosa en el campo, su austeridad monástica aureolada de amor, su vejez risueña con noventa años a la espalda.

   Su pueblo natal es Offida, en la Marca de Ancona (Italia), cuna de la Reforma Capuchina. Nace en 1604, el mismo año en que muere su coterráneo San Serafín de Montegranario, lego capuchino, cuya vida será para el Beato Bernardo un modelo que tratará de copiar con absoluta exactitud.

   La infancia del Beato Bernardo es parecida a la de muchos santos: cuidar las ovejas, rezar entre los árboles, dibujar anagramas de Jesús y María, pensar en el cielo más que en la tierra, ayunar y disciplinarse.

   Se llama Domingo Peroni y es hijo de padres labradores y cristianos. La familia es dueña una pequeña cantidad de veinte o treinta ovejas, un pedazo de terreno y una casita pobrísima, donde se cuelan libremente los vientos, la lluvia o el sol, según lo disponga la divida Providencia.

   Nuestro santo creció en este hogar pacífico, respirando una atmósfera sana de piedad y de pureza. Se dice que las primeras palabras que balbucearon sus labios fueron los nombres de Jesús y de María, dichos espontáneamente, sin esfuerzo, como los primeros gorjeos de un pajarillo en su nido.

   Se adivinaba en su rostro vivaz una inteligencia ágil y una memoria feliz; pero todas estas aptitudes se consagrarán solamente al servicio de la virtud, porque Domingo Peroni no cursará estudios, ni recorrerá universidades, ni leerá gruesos infolios en todos los días de su vida. Sólo las breves páginas del catecismo le bastarán para aprender la ciencia de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo; y en estas virtudes llegará a ser maestro y modelo incomparable.

   El niño Domingo es de naturaleza robusta, no tiene miedo a los trabajos más fuertes, y va creciendo rápidamente, gracias a su buen apetito y al constante ejercicio corporal. A los doce años, ya parece un hombre; y sus padres están orgullosos, tanto de su férrea salud como de su piedad extraordinaria. El muchacho, al frente de su rebaño, sale por los campos y no vuelve a casa hasta la noche; en las fértiles praderas, teniendo por testigos a los ángeles, reza sin descanso, medita en la Pasión de Cristo, llora la ingratitud de los pecadores, habla con una estampa de la Virgen; y más de una vez se le ha visto en actitud extática, rodeado de las ovejas que le acompañan con sus balidos, hablando misteriosas palabras con la Reina de su corazón que, invisible para los demás, parece se deja ver por pastorcillo y por su pequeño y blanco rebaño.

   Poco a poco, Domingo fue adelantando en la virtud y en la destreza para el trabajo; y su padre le confió una tarea difícil y peligrosa: el cuidado de unos novillos furiosos que arremetían a todo el que se ponía por delante. Nuestro amigo salió al campo con los indómitos animales, y a los pocos momentos, los novillos, amansados por la virtud y por la voz dulcísima de su dueño, triscaban juguetones a sus pies y pacían tranquilamente entre las ovejas.

   Este hecho extraordinario enseñó al joven una lección que había de practicar durante toda su larga vida: el dominio de las pasiones bajo el imperio de una voluntad enérgica, sostenida por la gracia de Dios. En el mismo día, con santa decisión, se declaró una guerra tenaz, refrenó su amor propio y, según la expresión de San Pablo, «castigó su cuerpo y lo redujo a servidumbre».

   La virtud de Domingo Peroni, madura y varonil, conocía también todos los encantos de la amistad y de la dulzura. Los jóvenes del pueblo veían en él un compañero excelente, de paciencia ilimitada, y sabían que su ingenio y su caridad estaban siempre al servicio de todos los pobres de la comarca. Domingo sabía dar los consejos más oportunos y delicados, las limosnas más abundantes y el ejemplo más acabado de todas las virtudes.

   Pero no todo es poesía en esta vida de caridad; también hay rayos y truenos cuando es necesario. La murmuración, los chistes procaces, la blasfemia y las riñas tienen en Domingo Peroni un terrible enemigo que no vacila en hacer uso de sus pesados puños cuando la ocasión lo pide; y los jóvenes de Offida saben que, por cualquiera de estos desmanes, se exponen a recibir una bofetada, o por lo menos una reprimenda, que no dejan ganas de repetir la hazaña.

   Nuestro robusto y simpático joven, de tan temible bravura ante el desenfreno, es respetado y querido unánimemente en la ciudad; sus ejemplos se imitan, sus palabras se reciben como dichas por un santo, y hasta sus cóleras y rabietas tienen el prestigio de una voluntad de oro. Domingo es, además, un modelo de piedad cristiana, sin alardes sin hipocresías: comulga todos los días de fiesta en la iglesia de los capuchinos, aunque para ello tenga que permanecer en ayunas hasta la tarde; hace diariamente un buen rato de meditación, vive de continuo con el pensamiento elevado en Dios, y apenas habla sino cosas espirituales y divinas.

   Los capuchinos de Offida, silenciosos y recogidos, se llenan de alborozo cuando Domingo entra en los claustros para charlar unos minutos sobre la vida espiritual. Se quedan pasmados cuando le oyen decir que su sueño dorado sería vivir y morir en un convento como aquél, y que pide todos los días a la Virgen esta gracia singular. Los buenos frailes le explican la regla de San Francisco, su vida, su amable y poética santidad; le hablan de los famosos capuchinos que se han distinguido por su virtud; le entusiasman contándole anécdotas de fray Serafín de Montegranario, a quien casi todos han conocido, y de fray Félix de Cantalicio, el primer santo de la Orden, que había sido beatificado por aquellos días; traen a colación las aventuras del padre José de Leonisa, del padre Lorenzo de Brindis y del mártir alemán Fidel de Sigmaringa, todos los cuales acaban de morir hace unos pocos años; y poco a poco el joven queda cautivo en las redes de la admiración y en una especie de santa envidia.

   No, él no será sabio, ni predicador, ni misionero, ni literato, como ese padre Brindis que iluminó a toda Europa con su talento; ni recorrerá los campos y ciudades arrastrando multitudes frenéticas con la fuerza de la oratoria; pero santificarse calladamente en un convento, ser humilde como el santo hermanito de Cantalicio y caritativo y fervoroso corno el buen fray Serafín, eso sí que le gustaría, y lo hará con el favor de Dios y de la Virgen. Para eso no se necesita saber teología ni matemáticas; basta un corazón puro y muchos deseos de amar a Dios...

   Y una mañana de febrero, fría y nevada, el joven Peroni llegó al noviciado de Corinaldo para hacerse capuchino. El hábito pobrecito que le dieron le pareció de seda; las sandalias ásperas y durísimas se ajustaban perfectamente a sus pies; y su nuevo nombre, fray Bernardo de Offida, será muy hermoso si consigue adornarlo con la humildad y con todas las virtudes propias de su estado.

   ¿Para qué quería él muchos libros en la celda? Ya tenía más que suficientes: el crucifijo le hablaba elocuentemente de obediencia, de amor y de pobreza; las estampas de la Inmaculada le enseñaban castidad; los religiosos le daban ejemplo de vida abnegada; y en los claustros había unos cuadros viejos y apolillados con las figuras de San Francisco de Asís y de otros santos franciscanos. Además, el padre Maestro, en sus pláticas a los novicios, contaba cosas muy bellas del Beato Félix y ejemplos encantadores de fray Serafín. Con todo ese caudal de conocimientos, fray Bernardo tendrá pasto abundante para su alma, y podrá santificarse si no se deja dominar por la pereza o por la cobardía.

   Empezó a trabajar con tal ahínco y con tales deseos de perfección, que por espacio de sesenta y ocho años no se detuvo un momento en el camino comenzado. Él no quería una santidad a medias, aquí caigo y allí me levanto; no podía vivir en una cómoda tibieza, porque, como dicen, «el agua estancada fácilmente se corrompe»; quería la impetuosidad arrolladora de los torrentes que no se detienen ante ningún obstáculo hasta que se sumergen en el mar.

   La vida de fray Bernardo es, en efecto, como un río caudaloso, de curso largo y rectilíneo, de influencia bienhechora por dondequiera que pasa, alegre, fecundo, lleno de gracia y de majestad.

   Ya en el noviciado, en ese año que es fundamental y decisivo en la vida religiosa, fray Bernardo dio pruebas patentes de lo que había de ser en su vida futura. Rígido asceta y místico admirable, la aspereza de la vida capuchina se adaptaba de manera especial a su naturaleza y a sus ambiciones espirituales. Fray Bernardo hallaba una delicia extraordinaria en la penosa costumbre capuchina de interrumpir el sueño a medianoche para rezar los maitines: costumbre inventada por el amor, que siempre está en vela. A las doce en punto, cuando el mundo profano duerme, cuando el pensamiento de los hombres está alejado de Dios, las almas delicadas deben sentir un placer misterioso al oír que un coro de voces viriles y solemnes entona aquellas palabras de súplica: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Fray Bernardo no espera a que la bulliciosa matraca recorra los claustros despertando a los frailes; mucho antes de las doce, ya está él en un rincón de la iglesia, esperando el concierto de bendiciones que resonará potente en todos los ámbitos del templo. Y durante todo el oficio, lo mismo en invierno que en verano, se le ve inmóvil, a veces tiritando de frío, siempre ardiendo de amor; y allí continúa largas horas, como saboreando las últimas palabras de la oración nocturna.

   Después de la profesión, el alma de fray Bernardo no hizo otra cosa que cumplir al pie de la letra el programa del noviciado. Vivió en los conventos de Camerino, Áscoli, Fermo, Offida y otros; conoció y practicó todos los oficios de su estado; y siempre sus pensamientos eran rectos, sin doblez, anhelando la santidad como la conquista de un tesoro, alegre en los trabajos, riguroso en las penitencias, afable en las conversaciones, efusivo en la oración y caritativo hasta el heroísmo con grandes y pequeños.

   Era devoto de los trabajos más humildes y de menos brillo, en los cuales podía ejercitar sus deseos de ser despreciado y de pasar inadvertido por el mundo. Luego veremos que no consiguió lo que quería, sino precisamente todo lo contrario.

   No se parece a San Serafín de Montegranario que tan poca maña se daba para los quehaceres y oficios; fray Bernardo es diestro de manos y vivo de inteligencia, tiene el huerto como un jardín, la cocina como un salón, la portería como un altar y en la enfermería parece que le ayudaran los mismos ángeles. Pero todo eso dentro de un culto estricto a la santa pobreza capuchina.

   Para los enfermos tiene manos y corazón de madre: nadie prepara las medicinas como él; nadie le aventaja en curar heridas y calmar dolores; los caldos y sopas que él hace se comen como si fueran hechos en el cielo; pero mejor que todo eso es su presencia junto al lecho de los pacientes, su rostro simpático, sus palabras optimistas, la agilidad de sus movimientos, y el verle siempre solícito, sin descansar un minuto de día ni de noche, para que los enfermos vivan alegres en medio de sus dolores.

   Con el permiso del superior, fray Bernardo guarda unas botellas de excelente vino para los enfermos, vino «para casos reservados», como él dice; y con ese licor consigue reanimar a los más débiles; y a uno de sus confesores, que se burlaba maliciosamente de aquel «vino reservado», fray Bernardo le da un traguito y le devuelve instantáneamente la salud perdida.

   En la enfermería es el propagandista de la devoción al nuevo Beato fray Félix de Cantalicio, aplica a las llagas y a los padecimientos más rebeldes el aceite de la lámpara de su altar, con excelente resultado, y no se cansa de encomendar al Beato Félix la salud de todos los religiosos. Esas aplicaciones de aceite producen con frecuencia la curación milagrosa y súbita; pero el humildísimo fray Bernardo lo atribuye todo a la intercesión de fray Félix, que es un admirable curandero cuando se le pide la salud con mucha fe y devota confianza.

   Un día se presentó a fray Bernardo una buena mujer trayendo en brazos a un hijito moribundo. Postrándose de rodillas ante el humilde fraile, le rogaba que tuviese compasión de su angustia y que salvara al enfermito. Aún estaba hablando la madre, cuando el niño, dando un débil quejido, murió. La mujer, enloquecida por el dolor, agarró a fray Bernardo por el hábito y le aseguró que no le soltaría hasta que devolviera la vida al pequeño. Fray Bernardo pugnaba por desasirse, mas la mujer no aflojaba; en tan grave aprieto, el capuchino dirigió sus ojos a un cuadro del Beato Félix y le dijo: «Mi querido fray Félix: éste es el momento en que debes asistirme». Después, tomando la manecita del cadáver y bendiciéndolo, se lo devolvió vivo y sano a la importuna mujer.

   Cuando los enfermos eran sacerdotes, las manos de fray Bernardo parecían más suaves, corno si tocaran un cáliz sagrado y precioso; les hacía una inclinación reverente antes de aplicarles los medicamentos y, si era posible, trabajaba de rodillas.

   Para los pobres fray Bernardo es un protector, un hermano y un padre: les da abundantes limosnas, separando de su propia comida la porción más apetitosa; pide de puerta en puerta no sólo para los religiosos, sino también para las familias desvalidas; multiplica milagrosamente el pan y otros alimentos, y con ellos socorre a una multitud de mendigos que se agolpan a las puertas del convento. A unos albañiles que trabajan en una casa cercana, les ve sudorosos bajo un sol de justicia y les manda un cántaro de agua fresca para que puedan trabajar sin molestias; pero en el trayecto el agua se convierte en vino generoso que alegra y conforta a los sedientos operarios.

   A fray Bernardo se le parte el corazón de pena por no poder remediar todas las necesidades, y ha decidido pedir al padre Guardián un rincón del huerto para cultivar legumbres y plantas medicinales en beneficio exclusivo de los pobres. Al principio todo va bien: el jardincillo de fray Bernardo es el granero milagroso de la caridad. Pero, a los pocos días, el hermano hortelano se llena de envidia por el éxito del santo, y consigue del superior el permiso para terminar con aquel abuso: pasa el arado en todas las direcciones y arranca todas las plantas, dejando el terreno de fray Bernardo sin una brinza y sin una flor. Nuestro santo mira aquellos destrozos sin perder la paciencia; sube a la celda del padre Guardián y vuelve a pedirle su bendición para cultivar el pedacito de huerto. Obtenida la licencia, baja sonriente al jardín, planta de nuevo las hierbas medicinales y las legumbres que estaban amontonadas y secas; y antes de una hora, el huertecito de los pobres se ve frondoso y lleno de vida, como si nada hubiera sucedido. El hermano hortelano, testigo del prodigio, no volverá a molestar a fray Bernardo, y aun le ayudará muy contento siempre que el santo se lo pida.

   Fray Bernardo fue adquiriendo, muy a su pesar, una fama extraordinaria de taumaturgo y de profeta. Sólo él podía decir con certidumbre dónde se encontraría un animal extraviado, cuándo sanaría o moriría un enfermo, cuándo se arrepentiría un pecador; sólo él podía dar consejos a los recalcitrantes, resolver las dudas de los doctos, hacer que prosperase un negocio difícil.

   El señor obispo de la diócesis viene con frecuencia hasta la celda del lego capuchino y se sienta en las tablas desnudas de la cama, porque fray Bernardo no tiene una mala silla que ofrecerle. Allí el sabio prelado habla con el lego, que le escucha de rodillas; se discuten los asuntos de la curia y se toman resoluciones disciplinarias para el buen gobierno del clero, se proponen altas cuestiones de teología dogmática y moral; y fray Bernardo, siempre inspirado por Dios, dice tales cosas y con tan prodigiosa sabiduría, que el señor obispo no puede prescindir de sus luces y de sus consejos.

   Fray Bernardo vive absorto, embebido en Dios. Se le conoce en el rostro, que pálido y amarillo de ordinario, al sonar la campana para la oración se le enciende y hermosea con una luz de felicidad; se ve su fervor en aquellas jaculatorias que dice en voz alta, en la portería, en los claustros, en las calles de la ciudad y en las casas de sus amigos, jaculatorias que se le escapan y saltan sin poderlo remediar, como chispas de una hoguera, y que hacen un bien indecible a todos los que las oyen. Unas veces son actos de amor a Dios o saludos a la Virgen María, otras veces son suspiros amargos en presencia de un pecador, o anhelos de mayor perfección, o reproches de humildad contra sí mismo.

   Por donde quiera que pasa, va esparciendo «el buen olor de Cristo», perfume que tiene una eficacia de apostolado. Cuando está de portero, nadie se marcha sin un consejo o sin una palabra consoladora; a los pobres, antes de darles la limosna, les hace rezar ante una imagen de María y prometerle portarse como buenos cristianos; a los niños, primero les enseña el catecismo, y después les da frutas, golosinas y medallas.

   Todo el mundo le quiere y le reverencia; no puede salir a la calle sin que el pueblo corra tras él, aclamándole y pidiéndole su bendición. Éste es el gran martirio de fray Bernardo, y los superiores, accediendo a sus deseos, le prohíben salir del convento para que la gente le deje en paz. Júzganse dichosos los que pueden conseguir de él una oración o un recuerdo; y se cuenta que hasta de Alemania y Francia le han llegado cartas de personajes importantes pidiéndole el auxilio de su intercesión.

   Los pecadores no resisten mucho tiempo a las dulces reconvenciones del siervo de Dios; generalmente basta una palabra dicha con esa fuerza de persuasión que le es propia, para que los más duros de corazón se postren a sus pies y le prometan corregirse.

   Con mucha razón dice el obispo que fray Bernardo, con su ejemplo y con sus palabras humildes, hace más provecho en las almas que todos los misioneros de la diócesis.

   La figura clásica del Beato Bernardo es la de su vejez venerable, al acercarse a los noventa años. De alta y corpulenta estatura, se mueve pausadamente, pero sin tropiezos ni fatigas; tiene una hermosa cabeza calva coronada de cabellos blanquísimos y también blanca y majestuosa la barba.

   Sus manos son fuertes, grandes y duras, y están esculpidas prolijamente con relieves de nervios y venas; los pies le desbordan de las sandalias, y se ven agrietados por los surcos profundos que hicieron el frío y el mucho caminar; la piel del rostro es un pergamino amarillento, curtido por los años; los ojillos hundidos, vivaces, como dos estrellitas; la sonrisa perenne en los labios descoloridos.

   Es un anciano que no infunde temor, sino cariño y simpatía; juega con los gatos de la cocina y con los niños que vienen a visitarle; tiene siempre y para todos una palabra edificante y oportuna; es una reliquia preciosa que los religiosos quisieran conservar por tiempo indefinido.

   Es un encanto verle cuando está en oración, o cuando ayuda a las misas, o cuando comulga; y es una pena indecible oírle cuando se azota con las disciplinas, ver los cilicios monstruosos que le llenan el cuerpo de llagas, y saber que todos los días ayuna con exagerado rigor, como si tuviera mucha prisa por dejar este mundo y subir al cielo. Y en efecto, los frailes le han visto muchas veces en la iglesia elevado en los aires, con los ojos luminosos y fijos en la altura, como escapándose de la tierra en un salto prodigioso de su amor anhelante. Ya nadie se puede hacer ilusiones; fray Bernardo se morirá el día menos pensado; es el fruto maduro que se desprenderá del árbol sin esfuerzo.

   Un golpe repentino y gravísimo vino a aumentar los temores de todos: el santo anciano cayó en cama, abatido por la parálisis. Aun pudo levantarse algunos días y bajar a la iglesia; y fue maravilla ver al perfecto religioso, sin querer eximirse de ninguna obligación de la vida común, obedeciendo prontamente como en sus días de novicio.

   Rápidamente corrió por la ciudad de Offida la triste noticia de la enfermedad de fray Bernardo; y comenzó a desfilar por el convento la interminable procesión de todos sus amigos que querían verle por última vez. Los obispos, los magistrados, los nobles y ricos caballeros, se confundían con la gente del pueblo; y el anciano moribundo, con todas sus facultades en plena lucidez, daba a uno un consejo, a otros una palabra de agradecimiento o un saludo amistoso.

   El santo Viático le sorprendió en uno de sus largos éxtasis de amor. Al volver en sí, llamó al padre Guardián y le dijo: «Padre, por amor de Dios, déme su santa bendición para ir al cielo». Los religiosos que rodeaban el lecho rompieron en sollozos, y el superior contestó con suprema emoción: «Fray Bernardo, no te daré la licencia que pides, si antes no nos bendices a todos los presentes». El anciano se incorporó levemente y trazó la señal de la cruz con el crucifijo que tenía en sus manos. Después él mismo recibió la bendición del padre Guardián, murmuró una palabra de gratitud y expiró plácidamente.

   Era el día 22 de agosto de 1694, octava de la Asunción de María a los cielos. Tenía casi noventa años de edad y había pasado sesenta y ocho en la Orden Capuchina. El cadáver fue custodiado por hombres armados durante tres días y tres noches, para evitar que los ciudadanos de Áscoli, entusiastas admiradores del siervo de Dios, robaran los sagrados despojos. Su sepulcro, en la iglesia de los capuchinos de Offida, ha sido hasta el día de hoy un lugar de peregrinaciones continuas y de milagros incesantes.

   Fue beatificado por el Papa Pío VI el 25 de mayo de 1795.



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