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Dos Extraños
La sorpresa anegó sus caras cuando, entre la multitud bulliciosa, se contemplaron el uno al otro en el bar donde previamente se dieran cita. Él llevaba la camisa azul marino prometida, así como el pantalón color burdeos que comprase en rebajas; ella su vestido de lino blanco estampado con flores, tal y como también le previniese. El bar estaba atestado de estrepitosos parroquianos prestos a llenar de algarabía un nuevo fin de semana, ocupando todos ellos su privativo puesto dentro de la ilusoria burbuja que, a modo de válvula de escape, durante escasas horas les mantendría alejados de los sinsabores y denuedos cotidianos que se empeñaban en absorber su sangre y devorar su espíritu; era un bar de los que, como casi todos, aún permitía fumar, hábito que enrarecía su atmósfera con una densa calígine, producto del humo de las decenas de cigarrillos que iban uno tras otro prendiéndose al ritmo que marcaba la necesidad de nicotina, un humo que ascendía en volutas y se hacía especialmente visible, componiendo caprichosos arabescos, en el interior de los haces de luz filtrados en agudo ángulo a través de dos enormes ventanales con pesados parteluces que daban al exterior. Pugnando por descollar entre el vocerío, comenzaba Frank Sinatra, desde los altavoces del local, a acometer los primeros acordes de su eximio “Strangers in the night”.
Se habían conocido un par de meses atrás al coincidir en el chat donde con ánimo meramente lúdico ambos entraran, y a partir de entonces todos los días de lunes a viernes, sin fallar uno solo, y de diez a diez y media de la mañana, habían acudido a ese mismo punto de encuentro para pasar su media hora de asueto laboral diario conversando con incoercible avidez. Paradójicamente, un medio tan frío y ambiguo como era ése, templo del anonimato donde la gente solía expresarse a sus anchas embozando su verdadera identidad bajo variopintas máscaras, los había ido poco a poco uniendo hasta conseguir que entre ellos se generara una invisible pero sólida corriente de afecto, tejiéndose así de ordenador a ordenador estrechos lazos que ellos mismos terminaron por percibir en su fuero interno tan fuertes como el acero. Mediante esta cibernética correspondencia, ambos habían ido poco a poco descubriendo una miríada de nexos comunes, los dos se habían casado muy jóvenes, todavía inexpertos y nada preparados para tan trascendente paso, ambos tenían dos hijos de sus respectivos cónyuges, chico y chica para más identidad, y tanto él como ella sobrellevaban un matrimonio anodino al que desde hacía mucho tiempo devoraba la rutina, un matrimonio abastecido únicamente por insubstanciales nutrientes, reducido en última instancia al polvo semanal, el acostumbrado beso de buenas noches y fútiles conversaciones circunscritas a la educación de los hijos y los requerimientos del hogar que compartían, lábiles cimientos para mantener viva no ya sólo la llama del amor, sino también la del deseo, aun siendo no obstante sólidos para sostener la de la material conveniencia. Aburridos de esta prosaica vida, habíanse encontrado en los invisibles páramos que los cables componían tras su kilométrico discurrir por el subsuelo, tembladerales electrónicos en los que uno podía hundirse ante cualquier paso en falso, pero que ellos dos metamorfosearon en paradisíaco vergel por el solo hecho de su virtual presencia matinal al socaire de sus millones de bits. Puntuales, el contacto lo iniciaban desde sus respectivos centros de trabajo nada más que el reloj daba las diez, dando principio a un diálogo que sustituía en el tiempo al frugal almuerzo que hasta entonces lo colmara, alimento para el alma en lugar de pitanza para el cuerpo, ése había sido el sutil cambio que había convertido para ellos aquella media hora en lo más mirífico de su tiempo de ocio. Desde un principio habían convenido en no conectarse desde casa, tanto por falta de tiempo material, como por temor a la contingencia de ser sorprendidos por sus respectivas parejas, técnicos, como ellos mismos, en informática (otro más de sus numerosos puntos comunes), pero esa escasa media hora resultaba suficiente para inundar de dicha sus entrañas.
Durante esos treinta minutos diarios, el mundo se reducía para ellos a una pantalla de ordenador, sabedores de que más allá de ese frío telón de plasma se encontraba el interlocutor soñado, el quimérico portavoz de sus ilusiones, el dilecto confidente. Sólo hablaban de ellos mismos, de sus sueños y anhelos, de sus fobias e inquietudes, de sus problemas y aspiraciones, y, cómo no, de esa mutua atracción que día a día iba aproximándolos con incontenible pujanza; los temas como el trabajo o las respectivas familias constituían insulsas materias que rehusaban tocar cual prohibidos tabúes. Cada vez se sorprendían más de los abundantes vínculos de ligazón que entre ellos hallaban, dos seres parecían hechos el uno para el otro, similares deseos, compartidas dudas, común angustia ante lo que entendían una existencia huera de sentido, idéntica esperanza de escapar de ella hacia un más promisorio futuro.
Fueron así intimando más y más, de manera que lo que empezara siendo un mero entretenimiento se transformó al fin en el germen de un romance que, aun todavía límpido, amenazaba con derribar los muros de la prudencia para convertirse, cuando el contacto real lo desbloqueara, en una tumultuosa y férvida pasión. Porque, en efecto, y ambos lo intuían, sólo faltaba ese físico contacto, mirada frente a mirada, piel junto a piel, para que Amor terminase de abrir su caja y sus omnipotentes dardos, cuya buida punta ya enfilada estaba hacia sus corazones, prorrumpiesen impetuosos con ánimo de en éstos hincarse.
Mucho más encandilador el susurrante reclamo de lo prohibido que los circunspectos dictámenes de la prudencia, decidieron al cabo no dar la espalda a esa caja y concertaron una cita para poder conocerse en persona, franqueando así la última barrera que aún los separaba. Convinieron no enviarse foto alguna que los identificara de antemano, dando por sentado que mantener durante unas horas más el anonimato, lejos de perjudicarles, revestiría de mayor emoción si cabe su encuentro, quizá también había algo de miedo en esa decisión tomada de consuno, el miedo que cada uno sentía a que su imagen no se correspondiera en absoluto con la idealizada por el otro, arruinando su visión previa la magia que envolvía su relación virtual; en todo caso, ambos eran conscientes de que la realidad posiblemente estropearía parte del hechizo que sus respectivas imaginaciones habían creado, no en vano la fantasía acostumbra a poetizar y elevar lo deseado a cimas de todo punto irreales; pero tampoco les arredraba esa certeza, en el fondo no se trataba más que de un canon a pagar por verse, por la posibilidad de tocarse el uno al otro, de sentir su aliento pegado en el rostro, y ése era un precio módico para tan atractiva presea. No existía, en cambio, el temor a no reconocerse. Yaco ya había dicho que iría de azul marino y burdeos, y Blue llevaría su traje estampado, ese mismo que comprara haría dos años y que a los ojos de su displicente marido había pasado completamente desapercibido; ahora tendría ocasión de lucirlo ante alguien que, seguro, sabría apreciarlo mucho mejor, ante su sublime y querido Yaco. Por cierto, no eran estos sus verdaderos nombres, sino los seudónimos que empleaban en su diaria correspondencia; desde un principio se llamaron así, él Yaco, Blue ella, y les gustaba, lo entendían como otro misterio más del cautivador sortilegio que envolvía su relación, ¿para qué designarse de otro modo, si estaba claro que sus auténticos nombres no tendrían la misma eufonía que los apócrifos? No obstante, sí que a veces en su fuero interno se había preguntado cada uno cómo se llamaría en realidad el otro.
- ¿Mario? –inquirió ella con voz entrecortada por el asombro, sin apenas poder dar crédito a lo que le transmitían sus ojos.
- ¡Maria! –exclamó él, presa de análoga hesitación
¿Qué tipo de burla grotesca era aquélla?
Poco a poco la sorpresa fue, empero, dando paso a la luz del entendimiento, una luz que les dio alcance henchida de una potente carga de aflicción. Los dos cómplices se observaron en silencio. Tal y como ambos tenían previsto, ese viernes se encontraron, en efecto, dos desconocidos frente a frente, pero dos desconocidos para los que, sin embargo, dábase la circunstancia de llevar ya casados entre sí más de veinte años. Fortuna había estado antojadiza en esta ocasión; en su afán por servirse de los hombres a modo de marionetas y retozar provocando rocambolescos albures con su destino, acababa de pergeñar una bufa antruejada que en sus dos víctimas dejaría impreso un profundo estigma para el resto de sus vidas.
Continuaba entretanto Sinatra entonando su canción, y de su voz limpia surgían las acompasadas notas como melancólicos susurros. “Strangers in the night, two lonely people, we were strangers in the night”. La canción resultaba apropiada, no en vano también ellos, como los de la canción, eran dos extraños, dos extraños que ahora, el uno junto al otro, las cabezas agachadas, de azul marino y burdeos él, con un primoroso vestido estampado ella, regresaban a casa. Mario y Maria, Yaco y Blue. Dos extraños en la noche.
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