La Montaña Negra
"¡Voy a irme a la Montaña Negra!", gritó
el pequeño Ricardo de cinco años.
"Muy bien, si eso es lo que quieres adelante", le respondió
su madre abriendo la puerta y acompañándolo hasta el pórtico.
Un manto de silencio cayó sobre él. Hacía rato que ya no había
sol y la oscuridad de la noche cubría el paisaje. Por el
resplandor de las estrellas, apenas veía la forma de la Montaña
Negra en la distancia. En plena oscuridad, el niño escuchó el
movimiento de un animal entre las plantas, y el aleteo de un
ave en el cielo oscuro.
De pronto, el corazoncito del niño latía con más rapidez,
y se le había acelerado la respiración.
Ir a la Montaña Negra había sido una mala idea.
¿Por qué habría dicho eso?, pensó.
Se sentó en el pórtico abrazándose las rodillas contra el pecho,
mientras una lágrima le rodaba por la mejilla al tratar de
controlar el miedo.
Desde la cocina, escuchó que su padre le decía: "Ricardo
¿quieres venir a cenar con nosotros?"
A veces, cuando estamos enojados con nosotros mismos,
con los demás, con las circunstancias, o hasta con Dios,
queremos irnos. Nos enojamos y amenazamos. Nos sentamos
en el pórtico y lloriqueamos. Aun así, Papá espera pacientemente
y nos llama para reunirnos con el resto de la familia. El amor
ahuyenta los temores y la restauración sana las heridas.
Tomado de En el Jardín con Dios.
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