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La sabiduría en el otoño
No es
viejo aquel que pierde su cabello o su última muela, sino su última
esperanza. No es viejo, el que lleva en su corazón el amor siempre
ardiente. No es viejo el que mantiene su fe en sí mismo, el que vive
sanamente alegre, convencido de que para el corazón puro no hay edad.
El cuerpo envejece, pero no la actividad creadora del espíritu.
Para
el profano la ancianidad es invierno; para el sabio es la estación de
la cosecha. El crepúsculo de la vida trae consigo su propia lámpara.
Hay una primavera que no vuelve jamás y otra que es eterna; la primera
es la juventud del cuerpo, la segunda es la juventud del alma.
Cuando
una noble vida ha preparado la vejez, no es la decadencia lo que ésta
recuerda: son los primeros destellos de la inmortalidad. Es estupendo
ver un viejo que asume la segunda parte de su vida con tanto coraje e
ilusión como la primera. Para ello tendrá que empezar por aceptar que
el sol del atardecer es tan importante como el del amanecer y el
mediodía, aunque su calor sea muy distinto.
El
sol no se avergüenza de ponerse, no siente nostalgia de su brillo
matutino, no piensa que las horas del día lo están echando del cielo.
No se experimenta menos luminoso ni hermoso por comprobar que el ocaso
se aproxima, no cree que su resolana sobre los edificios sea menos
importante o necesaria Cada hora tiene su gozo. El sol lo sabe y cumple
hora a hora su tarea. ¡Ah... si todos los ancianos entendieran que su
sonrisa sobre los hombres puede ser tan hermosa y fecunda como ese
último rayo de sol antes de ponerse!
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