Esto sucedió en el barrio de Santa Ana hace poco más de cincuenta años. Todo comenzó la noche lluviosa de un 31 de octubre cuando ya las calles de la ciudad se hallaban desiertas, en los altares caseros las velas de colores que se colocan en recuerdo de los niños difuntos se encontraban apagadas y las rezadoras se habían marchado hacía mucho rato aprovechando que la fina lluvia lo permitía.
A las 10 de la noche don Venancio decidió cerrar su tienda de abarrotes para marcharse a su casa. Ya en la calle, después de ponerle el seguro a la cerradura, colocó un gran candado para dar una seguridad extra a su establecimiento. Cuando guardaba las llaves en el bolsillo de su pantalón, don Venancio observó en la acera de enfrente a Pepe, apodado cariñosamente por todos los comerciantes del rumbo como Gunga Din.
Este pintoresco personaje pasaba semanalmente a los comercios del vecindario para cobrarles a sus dueños algunos pesos que gustosos le daban por efectuar una discreta vigilancia nocturna. Gunga Din aprovechaba las rondas nocturnas para llevar en su "sabucán" de henequén dos o tres botellas de aguardiente barato que repartía copeteado, a buen precio, a los vagos y borrachitos que pululaban en el parque cercano y tenían a éste como un segundo hogar. También, en el billar de enfrente, estudiantes y tahúres, trasnochadores empedernidos, se pasaban gran parte de la jornada jugando a puerta semicerrada, sumándose a esa su numerosa pero selecta clientela.
Pero volvamos a esa noche, víspera del día de Todos los Santos, festividad que en ese entonces tenía profundo arraigo en las costumbres familiares yucatecas. Después de cerrar el candado, don Venancio cruzó la calle sorteando los charcos de agua, y miró a Gunga Din parado en la acera, por donde pasaría, con la ropa empapada, la mirada inexpresiva y el semblante triste.
Como lo hacía siempre, Gunga Din le deseó las buenas noches a don Venancio sólo que esta vez con voz cansada y sin emoción alguna, devolviéndole éste el saludo amistoso y recomendándole en son de broma que mejor se fuera a dormir ante semejante noche.
Pero ya en la intimidad de su hogar, don Venancio recordó que hacía algunas noches que no veía a Gunga Din parado en esa esquina, además de que en esta ocasión no llevaba su acostumbrado "sabucán" con los elíxires tonificantes que acostumbraba repartir a tanto sediento nocturno, y, ahondando un poco más en la memoria, el sábado no había pasado a la tienda por su paga de vigilante.
Con el cansancio de la jornada diaria y después de la abundante cena, don Venancio sucumbió en la suavidad de su hamaca envolviendo su conciencia en la bruma del sueño y sus ensoñaciones. Al día siguiente, con los primeros rayos del sol, se disponía a iniciar el nuevo día con el trabajo de siempre, ya no estaban en su conciencia los pormenores de la noche anterior.
Poco después de abrir su tienda con la religiosidad de siempre a las siete de la mañana, don Venancio comenzó su dura lucha para ganarse el sustento diario. Los clientes entraban para luego salir con alguna mercancía que adquirían de contado o a fiado. Absorto en ese trajín, no reparó en la presencia de una señora de rostro demacrado y ropajes obscuros. En un principio pensó que era una clienta, pero al acercarse indecisa ésta, comprendió que tenía una gran pena y otro motivo la había llevado ahí. Después de tragar saliva, la señora se presentó diciéndole que era la esposa de Pepe y que había ido a cobrar el pago pendiente de la semana anterior, ya que éste había fallecido.
Don Venancio, recordando la noche anterior, le preguntó asombrado a la señora cuándo había ocurrido su muerte. Entre un mar de lágrimas y sollozos ésta le respondió a duras penas que el viernes anterior, después de almorzar. Pepe decidió tomar una siesta de la cual ya no despertó.
Pasaron los años y don Venancio, hasta el último de sus días, nunca se pudo explicar la extraña visión que tuvo esa noche lluviosa del 31 de octubre, vísperas del día de Todos los Santos. Jamás pudo saber si fue producto de su mente cansada por el trabajo diario o hubo algo inexplicable del más allá.