Esa mujer tenía ojos azules cuando entró lastimando con
su carga el revoque. Valijas de cartón, jaulas de alambre. Si no fuera que un día le dejara pintarse los labios a sus hijas, sería un pestañeo la melodía fácil que le cambió el acento, aquel olor a sal que se fue con las lluvias y la costumbre húmeda del tiempo. Los gallos no dijeron hasta cuándo. Los años que pasaron descubrieron las marcas ovaladas de retratos vacíos la cruz de albahaca atrás de los postigos y los ojos azules que esa mujer perdió de mirar este cielo. El mar quedaba lejos. Su pañuelo ocultaba el oleaje vencido de un pueblo en sus cabellos.