TENGO UNA MUÑECA
El anciano Mr. Kirby, tras el recuento
de la recaudación diaria,
salió de su tienda, con intención de volver a casa,
junto a su esposa. Cerró la puerta del establecimiento y,
silbando una alegre
tonadilla, se alejó calle abajo,
a duras penas iluminado por la escasa luz de
las farolas.
Atrás dejaba la tienda, después de diez horas de
trabajo.
Era un local grande, aunque Kirby había
conseguido convertirlo en un lugar
acogedor,
a pesar de su tamaño, y el polvo se acumulaba sobre
las estanterías, a
veces incluso semanas enteras,
hasta que la esposa del anciano, se decidía a
visitar
el lugar, y las limpiaba, sin hacer caso de las protestas
de su marido,
quien aseguraba que, el polvo, le daba a
la tienda un aire más digno, más
antiguo, pues,
en el establecimiento, había montado Kirby su
prospero negocio de
antigüedades y cosas raras.
Allí podías encontrar casi cualquier cosa:
Desde una
vieja plancha de hierro fundido que,
tal vez, perteneció al Presidente Franklin.
Hasta el cromo aquel que nunca aparecía en los sobres
que te comprabas de niño.
Mas, sin duda alguna,
de lo que más orgullosos estaban los dos viejos
propietarios del bazar, era de su colección de muñecas.
Muñecas antiquísimas, se
rumoreaba que la más
moderna de aquellas muñecas databa de antes de la
Segunda
Guerra Mundial, y que había pertenecido a la
familia del Presidente Roosvelt. Su
valor, como se
comprenderá, era poco menos que incalculable. No era,
sin
embargo, ésta la preferida de Kirby,
si no una mucho más vieja, sucia con el
trajecito medio
descosido, con las manitas de porcelana,
y un único ojo de
vidrio, a la que el viejecito había
bautizado, desde el primer día, con el
nombre de Rose
Mary, en honor de su única hija, muerta cuando a
duras penas
tenía tres años, en un horrible accidente de tráfico.
Como ya hemos
dicho, Douglas Kirby, caminaba hacia su
casa, donde le esperaba su amada mujer,
con el plato de cena sobre la mesa,
y una amorosa sonrisa en los labios. Recién
había
cumplido los setenta años, pero conservaba intacto todo
su cabello, aunque
completamente blanco. Poseía un
rostro alargado y fino, ojos pequeños y
vivarachos,
una nariz prominente, y una boca pequeña,
de labios finos, y
constante gesto fruncido.
Pocas eran las veces que, fuera de su tienda,
se paraba a charlar con sus conciudadanos,
lo que había generado el rumor
absurdo de que,
estaba un poco chiflado. Muchos afirmaban que había
traspasado
el límite, y lo acusaban de hablar con
sus muñecas, cuando se quedaba solo en el
establecimiento.
En un bar cercano, mientras tanto.
-¿Vosotros no
sois de por aquí, verdad? -Willie,
dueño del bar, no quitaba ojo de los dos
forasteros
que, sentados en una mesa cercana a la puerta,
vigilaban, con
demasiada atención, la tienda de antigüedades.
-¿Eh? -Uno de los tipos,
dedicó a Willie una
extraña sonrisa-. No, somos de Chicago.
-Ah -El barman,
asintió con un leve cabeceo,
y dedicó su atención a un nuevo cliente, que
acababa de entrar.
Poco más tarde, William, volvía a interesarse por los
dos desconocidos:
-¿De Chicago, ha dicho?
-Así es, de Chicago
-respondió, de nuevo, el mismo hombre.
-¿Son anticuarios? -El dueño del
establecimiento,
hizo un gesto con la cabeza, en dirección a la tienda de Mr.
Kirby.
-¡Oh, no! -Contestó esta vez el otro hombre.
-¿Ah, no?
-No,
no.
-Pues, parecen muy interesados en el anticuario -comentó Willie, con tono
mordaz e irónico
-Eso, amigo, se debe a que nos gustan las antigüedades
-se
apresuró a responder, de nuevo, el primero de los dos individuos.
-Ah, pues,
en esa tienda, lo máximo que encontrarán,
serán muñecas rotas, cubiertas de
polvo -y, tras este
comentario, Willie, dejó el tema por zanjado,
y se dedicó,
de lleno, a atender a los parroquianos.
Media hora más tarde, los dos
forasteros,
salían del bar, y se encaminaban al motel de la
viuda Klein, donde
habían alquilado un par de
habitaciones, las cuales, según su costumbre,
no
tenían pensado pagar, cosa que llevaban haciendo,
impunemente, desde hacía
meses, en su recorrido de robos y atracos por los E.E. U.U.
-¿Crees que
el barman hablaba en serio, Roy?
-No. Supongo que lo dijo para despistar.
Seguramente
se olió lo qué pensamos hacer y pensó que, si nos decía
que en la
tienda no hay nada de valor, nosotros nos iríamos del pueblo,
¿verdad?.
-Marty, eres un chico listo -el llamado Roy, alzó la
cerveza que
estaba bebiendo, y brindó a la salud de su compañero.
Horas después, ya
entrada la noche, los dos
delincuentes, salían de sus habitaciones, y se
dirigían
a la tienda de Mr. Kirby, llevaban un gran saco de tela.
-Si
todo lo que nos contó aquel tipo, es cierto, podemos hacer un gran
negocio.
-Pues, Marty, yo no acabo de creérmelo -Roy,
se detuvo, y miró a su
amigo, mientras rebuscaba
el juego de ganzúas en los bolsillos de su pantalón-
.
Hasta que no lo vea con mis propios ojos.
-¡Mira, ahí está la tienda! -Marty,
hizo un gesto a su
amigo y, tras comprobar que no había nadie en las
cercanías,
cruzó la calle, en dirección al bazar de Mr. Kirby.
-Deja, voy a probar con
las ganzúas -Roy, sin perdida de
tiempo, mientras, su compañero, vigilaba,
comenzó a
manipular la cerradura de la persiana con el juego de garfios.
-¿Ya
está?
-¡Sí! -Levantaron la persiana lo suficiente,
para poder entrar
agachados al interior del local-. Comencemos a buscar.
-¡Mira! -Exclamaba,
pocos minutos después, Roy,
mientras mostraba a su compañero una pequeña cajita
tallada en ébano-. ¡Esto debe de valer, por lo menos, trescientos
dólares!
-Deja eso -ordenó, Marty, con voz firme-. Aquel hombre, fue claro.
Sólo las muñecas.
-O.K. -Roy, devolvió la caja de madera a su lugar,
y siguió
a su compañero al fondo de la tienda,
en busca de la valiosa colección de
muñecas antiguas.
-¿Ves algo?
-No, esto está muy oscuro.
-Espera
-Marty, rebuscó en los bolsillos de su pantalón,
hasta dar con una pequeña
linterna-; ahora
-encendió la diminuta lamparilla de bolsillo,
iluminando, con
el pequeño haz de luz,
una enorme estantería, repleta de muñecas y
muñecos.
-¡Joder, qué susto! -Exclamó Roy, al ver todos
aquellos rostros de
porcelana, mirándoles desde los estantes.
-¡Chist, calla! -Su compañero, se
llevó un dedo a los labios-. Vamos a meterlas en la bolsa.
-Espera -pidió
Roy, mientras se alejaba camino de la
puerta del local-; me he dejado el saco en
la entrada.
-No tardes.
Y, Marty, quedó solo, en el estrecho pasillo de la
oscura tienda.
No habían pasado ni un minuto cuando...
-¡FUERA!
-¡Eh!
-Marty, espantado, giró la cabeza hacia el lugar
de donde había surgido la voz,
sin encontrar otra cosa que las viejas muñecas.
Mientras, en la entrada:
-¿Dónde mierda habré dejado el maldito saco?
-Iluminándose, a duras penas,
con el débil resplandor
que entraba por debajo de la persiana, Roy, buscaba la
bolsa de tela.
Finalmente, tras varios minutos de búsqueda,
se incorporó, y
marchó en busca que su amigo, con intención de pedirle la linterna.
-¿Marty,
estás ahí? -Sin respuesta-. Necesito la linterna
-¡Roy, por favor, ayúdame!
-¿¡Marty!? -A tientas, el ladrón, siguió la voz de ayuda
de su amigo, hasta
llegar al lugar donde,
hacia escasos cinco minutos, le había dejado para ir a
por el saco. Mas, junto a la estantería llena de
muñecas, no había nadie Sólo la
pequeña linterna, aún encendida, tirada en el suelo.
-¿Qué está pasando
aquí? -Roy, temblando de pies
a cabeza, se agachó, y recogió la lamparilla
portátil-. ¿Marty, estás ahí?
-¡FUERA!
-¿Q-quién anda ahí? -A duras
penas pudo evitar el
ladrón que, con el susto, la linterna de bolsillo cayese de
sus manos.
Y, entonces, como en una extraña y psicodélica
pesadilla Ante los
asombrados ojos de Roy,
una a una, todas y cada una de las muñecas de la
estantería, comenzaron a agitarse, a moverse y ¡A hablar!
-¡Eres malo!
-Murmuraban, mientras, con sus diminutos
deditos de porcelana, señalaban al
maleante-. ¡Y te vamos a castigar!
-¡Mierda! -Roy, giró sobre sus talones, e
intentó escapar.
-¿Dónde crees qué vas? -A sus pies, tres muñecos,
le
cortaban el paso, estirando sus blancos bracitos hacia él-. ¡Vamos a castigarte!
-¡No, malditos monstruos! -Furioso, y asustado, Roy,
comenzó a patear a los
muñecos, quebrando sus frágiles bracitos y cabezas de porcelana.
-¡Asesino,
asesino! -Gritaban, desde el estante, aquellas muñecas, que no podían moverse.
-¡Muerte al ladrón! -Se escuchó, de repente,
una voz mucho más potente que
las otras-.
¡Qué corra el mismo destino que su cómplice! -Y, algo, surgió de
detrás de la estantería.
-¡Mierda, joder, Ostia puta! -Roy, tropezó y cayó
al
suelo, cuan largo era, al ver aquello que se le venía encima.
-¡Tu amigo
está aquí, conmigo! -Armada con unas
pequeñas tijeras de costura, una muñeca,
bastante más grande que el resto, avanzaba hacia él,
sonriéndole, mostrándole
unos blancos dientecillos de plástico.
-¿Quién, qué eres tú? -El
ladronzuelo,
intentó reptar hacia atrás, apoyándose en sus codos.
-Me llamo
Rose Mary, y soy una linda muñequita
-canturreó la muñeca, mientras daba un paso
hacia Roy-. Juega conmigo, y seamos amigos.
-¡Nooo!
Al día
siguiente...
-¿Y, dice usted, Mrs. Klein, que esos dos hombres
marcharon sin
pagarle el alquiler de las habitaciones?
-Nick Travis, Jefe de Policía de Rock
Bridges,
tuvo esa mañana doble trabajo. Por un lado, el atraco a la
tienda de
antigüedades del viejo Kirby. Por otro,
dos tipos habían marchado, sin pagar,
del motelito de la viuda Klein.
Mientras, en el bazar de Kirby.
-No se
llevaron nada -Lucille Kirby, ayudaba a su marido a recoger las muñecas caídas
de las estanterías.
-Seguramente, no tenían ni idea del valor de estas
muñecas -su marido, con gesto amoroso, tomó a
Rose Mary del suelo, y la volvió
colocar en su sitio,
mientras le susurraba en su orejita de porcelana- Muchas
gracias.