¡Quién volviese a tener, para que nos cubriera, una madre —de noche, los párpados febriles—, quién un rozar de labios en la frente sintiera despejando el fantasma de temores pueriles!
¡Quién tuviese, otra vez, sobre la cabecera un rostro de ternura —en pálidos marfiles— y quién bajo una mano que al fin nos bendijera sintiese disipar las penas infantiles!
Habría que tornar a la distante infancia a los antiguos días de los alegres años, esos tiempos de ayer en los que la fragancia era toda de miel, bálsamo y ambrosía, en los cuales la cura de los mayores daños se lograba con sólo tu beso, madre mía!