La retórica victimista
Tratar de eliminar el sufrimiento a toda costa
significa casi siempre agravarlo, pues a medida que se huye de él nos va
ganando terreno. Hay un curioso fatalismo en esa obsesiva alergia al más mínimo
dolor (no muy distinto al de la resignación pasiva y tonta ante la desgracia),
pues, aun siendo lógico y sensato evitar el sufrimiento inútil, hay una
dificultad vital inherente a nuestra condición de hombres, una dosis de riesgo y
de dureza sin los que la existencia humana no puede desarrollarse con
plenitud.
Quiero con esto decir que nuestros reveses, nuestros
pequeños naufragios, hasta nuestros peores enemigos, nos ayudan a curtirnos, nos
obligan a activar en nuestro interior yacimientos de dinamismo, de coraje, de
habilidades insospechadas. La fortaleza del carácter de una persona, su valía,
tiene bastante relación con la cantidad de dificultades que esa persona sabe
encajar sin sucumbir. Los obstáculos y las contrariedades le invitan a
superarse, le impulsan a elevarse por encima del temor y la
pusilanimidad.
Una
vida pródiga en dificultades suele producir personalidades más ricas que las que
han sido formadas en la comodidad o la abundancia. No es que haya que desear la
miseria o la contrariedad, pero es peligroso llevar una vida demasiado cómoda, o
ablandarse demasiado ante las propias penas, o encerrarse en el papel de
víctima.
Decir
que uno sufre mucho cuando objetivamente apenas se está sufriendo, es quedar
desarmado antes de entrar en batalla, hacerse a uno mismo incapaz de afrontar un
sufrimiento verdadero. Quienes tienden a pensar así necesitan salir de ese error
alimentando pensamientos que estimulen su energía interior, que generen alegría
y entusiasmo. Tienen necesidad de cultivar la vivacidad, el dinamismo, una
valentía serena.
A la
retórica victimista, que tiende a agotarse con sólo explicarse a sí misma, hay
que responder buscando soluciones razonables, alternativas viables. Y para eso
hay que empezar por expresar las dificultades en términos que admitan la propia
superación. Porque uno de los primeros efectos de la tediosa machaconería sobre
los propios problemas es que nos impide distinguir bien entre lo nosotros
podemos cambiar y lo que está fuera de nuestro alcance: en la obsesión
victimista todas las adversidades se viven como una sentencia inapelable de un
negro destino.
El
hombre se hace grande cuando no permanece encastillado dentro de sí, sino que se
empeña en algo que le lleva a superarse. Cuando se rinde ante los efluvios del
conformismo, se rebaja; cuando se refugia en el egoísmo, se rebaja también. Si
se obsesiona por protegerse hasta de la más mínima contrariedad, se acabará
encontrando de bruces con una fragilidad vital que ahoga y
abruma.
Hay
otro estilo victimista mucho más hostil, que en nombre de las desgracias del
pasado, de todo lo que está sufriendo o ha sufrido con anterioridad, se arroga
una especie de patente de inmunidad con la que justifican una actitud agresiva,
o incluso violenta.
Para
esas personas, invocar el recuerdo de las desgracias pasadas es como una inmensa
caja de caudales sin fondo de donde extraen un flujo inagotable de
resentimientos, o incluso de ira, odio y deseo de venganza. Y si alguien
reprocha su actitud, a lo mejor admite que lo suyo no es muy ejemplar, pero
enseguida replica que sus padecimientos pasados le han ganado el derecho a esa
leve incorrección, o al menos la disculpan.
Su
susceptibilidad les lleva a reaccionar con crispación ante la más mínima
crítica. El menor reparo que se ponga a sus acciones es inmediatamente elevado a
la consideración de gran ofensa. Enseguida ven malas intenciones en las personas
que están a su alrededor y, progresivamente, en todo el mundo. Por doquier
intuyen complots y hostilidad. Están persuadidos de ser objeto de desprecios y
vejaciones sin tregua ni descanso. En los casos más extremos, piensan que el
mundo entero los sataniza (he ahí la curiosa paradoja del satanizador
satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía, tienen constantemente
presente el pensamiento de la conspiración.
El
síndrome del complot suele designar un culpable, y origina dos posibles
actitudes. De renuncia y pasividad (para qué hacer nada si una fuerza tan
poderosa está tramando tales cosas contra nosotros), o bien de agresividad
contra el supuesto culpable.
Lo
peor es cuando estos síndromes de persecución se traducen en airadas acusaciones
contra los supuestos ofensores, pues suelen ser como el aviso de comienzo de una
jugada maestra: acusar de una ofensa —ficticia—, sencillamente para anticipar la
que —bien real— pretenden ellos llevar a cabo. A partir de ahí, envuelven su
agresión con un manto de candidez: lo único que hacen es
defenderse.
Uno
de los peores inconvenientes de todo esto es que la idea de la conspiración es
difícilmente refutable, pues resulta muy fácil dar la vuelta a cualquier
argumento transformándolo en prueba de la omnipotencia o sutileza de los
conspiradores. Además, sentirse víctima de una conspiración es una tentadora y
sugerente manera de eludir la crítica, y para algunos supone un curioso consuelo
añadido: creerse suficientemente importantes como para que unos malvados
pretendan arruinar su vida.
Otro
nefasto efecto de este fenómeno del victimismo agresivo está en que, al suscitar
una mentalidad de venganza, cuando ésta se lleva a cabo induce con facilidad
reacciones similares en el otro, que se siente también —y casi siempre con más
razón— víctima inocente de una agresión. De esta manera, el veneno del
victimismo se inocula en el otro con la pelea, y va extendiéndose en cada nuevo
escalón del resentimiento: cuánta razón teníamos en sospechar que era un
sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho. Se produce así un mimetismo
victimista, que confiere a las dos partes enfrentadas la misma impresión de ser
personas eterna e injustamente maltratadas.
Cuando se invocan padecimientos pasados para justificar
actitudes que, por mucho que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y
el deseo de vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas: lo más
probable es que busquen cargarse de argumentos para repetir, en cuanto puedan,
las mismas acciones que lamentan haber sufrido.
Tener
presente los dolores del pasado es, en principio, algo enriquecedor. Pero esa
memoria puede pervertirse si se deja impregnar de rencor o enemistad. Cuando el
recuerdo nos lleva de forma obsesiva a reavivar viejos sufrimientos, a reabrir
heridas del pasado buscando legitimar un oscuro deseo de resarcimiento, entonces
la memoria se vuelve esclava del agravio, y se convierte en una potencia que
reaviva tensiones, exacerba la animosidad, e incluso reconstruye el pasado o lo
reescribe acumulando supuestos motivos a su favor.
Si
las personas o las familias o los pueblos se dedican a rumiar sus dolencias
respectivas, será difícil que vivan en paz y concordia. Cuando se hurga
morbosamente en el pasado, siempre se encuentran perjuicios que alegar, razones
por las que desenterrar el hacha de guerra de la violencia, el desprecio o la
falta de solidaridad.
Siempre se pueden encontrar motivos por los que sentirse
incapaces de superar las desavenencias recíprocas. Para vivir en buena sintonía
con los demás, debemos trazar una raya sobre nuestras disensiones de antaño,
dejar que el pasado entierre los odios y sus pendencias. No se trata simplemente
de olvidar, sino de perdonar y de aprender a evitar que se repitan esos errores,
de oponerse con firmeza a ellos. El perdón es lo que deja paso al presente y al
futuro, a quienes no desean cargar sobre sus hombres con el terrible peso de los
antiguos resentimientos.
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