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Iniciado ya el tiempo del Adviento, la Iglesia celebra el 8 de diciembre la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María; dogma de fe definido por el Papa Pío IX en 1854, quien nos recordaba que María fue preservada de toda mancha del pecado original desde el primer momento de su concepción “por singular gracia y privilegio de Dios en atención a los méritos de su Hijo, Salvador del género humano”.
Esta verdad cristiana nos asegura que la Virgen, por los méritos previstos de Cristo, fue preservada de pecado desde el primer instante de su existencia. Y la fe nos asegura también que desde el instante en que nosotros, recién nacidos, recibimos las aguas del Bautismo, fuimos purificados del pecado original. Pues bien, El paralelismo entre María, la primera cristiana de la historia y nosotros debe seguir; y si ella conservó a lo largo de su vida la alergia al pecado, también los bautizados debemos de ponernos como meta el guardar limpia de pecado nuestra alma a lo largo de la existencia.
Pero el misterio de María Inmaculada no tiene un corte negativo. No se trata tanto de eliminar el pecado, cuanto de aumentar la gracia de Dios. En el evangelio de la fiesta de la Inmaculada se nos recuerda esa preciosa página de Lucas que pone en labios del arcángel san Gabriel el piropo más sonoro dirigido jamás a mujer alguna: “llena de gracia”. Y es que la contemplación de María debería llenarnos de ganas de vivir esa vocación a la santidad que llevamos en el alma desde el bautismo. Naturalmente que el recipiente del alma de la Virgen es mucho mayor que el nuestro y que en él cabe muchísima más gracia de Dios; pero eso no nos exime del deber de tener lleno el pequeño cuenco de nuestra alma con toda el agua del océano infinito de Dios que quepa dentro.
Si María fue concebida llena de gracia ya desde su Concepción Inmaculada y fue aumentando el caudal de esa gracia divina a lo largo de su vida, nosotros fuimos concebidos desde el bautismo como hijos de Dios y estamos llamados a vivir y potenciar esa filiación divina durante toda nuestra existencia. San Pablo nos recuerda que Dios nos ha destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos; y que estamos destinados a ser santos e irreprochables ante Él por el amor. Aquí tenemos un programa de vida bien positivo, un proyecto vital digno del mejor humanismo, que es vivir como hijos de Dios por el amor a Él y hacia los hombres.
Lo malo de nuestra generación es que no se quiere vivir la existencia en plenitud; sino que quiere quedarse en la dimensión natural de la vida, sin preocuparse por la dimensión sobrenatural. La humanidad de hoy día está miope del espíritu, pues sólo ve lo que puede aumentar y perfeccionar su vida material: estado del bienestar, seguridad social, retiro para la vejez…, logros admirables del progreso, cierto... ¿Pero quién se preocupa de la vida espiritual?¿Quién procura vivir siempre y en toda circunstancia como hijo de Dios, como la Virgen María?¿Quién se cuida de alimentar esa gracia de Dios que hemos recibido en el Bautismo por la práctica del amor y la recepción de los sacramentos?, pues imitando a María. Si ella vivió sin pecado, luchemos nosotros contra el mal. Si ella vivió llena de gracia, esforcémonos nosotros en ser hijos de Dios. Si ella fue Inmaculada, procuremos nosotros ser santos e irreprochables ante Dios por el amor.