El cocinero de noche buena
Ésta es la historia de un cocinero que debía preparar una sabrosa cena de Nochebuena.
Había trabajado tanto durante los meses precedentes que se
vio abandonado por la inspiración, precisamente en la época más
importante del año. Pasaba el día pensando e ideando menús navideños,
sin que ninguno de ellos lograra satisfacerle.
Así llegó la víspera de Navidad y él seguía huérfano de ideas.
Tan cansado estaba que le pudo el sueño y se quedó dormido
sobre la mesa de la cocina, rodeado de libros y cuadernos
de recetas. Se vio convertido en un orondo Papá Noel con su
abultado saco al hombro, y viajando a bordo de un bello
trineo que se deslizaba silencioso por la nieve al son de un dulce tintineo
de campanillas. Desconocía el lugar al que se dirigía,
pero intuía que el trineo conocía su destino. Porque debo decir que el vehículo
que le transportaba no era tirado por ciervos ni por renos,
sino que únicamente se desplazaba guiado por una fuerza invisible.
Una vez finalizado el viaje, el trineo se detuvo ante una rústica
casita en el bosque, de cuya chimenea escapaba un inmaculado y cálido humo
blanco. Llamó a la puerta y ésta se abrió al instante,
sin que nadie apareciera tras ella. Entró en la casa y halló un
bello salón decorado con toques navideños que provocó en él
una profunda y hogareña sensación. Un pequeño abeto le hacía
guiños junto a la chimenea encendida, cuyos troncos crepitaban
e iluminaban la estancia con sus llamas, y de la que colgaban
unos calcetines de bellos colores, esperando ser llenados
de regalos. En el centro de la estancia, una acogedora mesa,
bellamente dispuesta y con las velas encendidas, esperaba
ser cubierta de manjares. No había nadie a su alrededor,
y sin embargo se sentía acompañado por presencias invisibles
que él percibía, aún sin verlas. Depositó el saco en el suelo y se
dispuso a abrirlo. Desconocía lo que podía albergar y por un
momento sintió que su corazón latía con más fuerza.
Se sentó en una mullida butaca junto a la chimenea
y con manos temblorosas empezó a extraer el contenido.
Lo primero que apareció fue una bella sopera con una reconfortante
Sopa de Crema, hecha con una gallina entera,
aderezada con unos diminutos dados de su pechuga.
Levantó la tapa y una oleada de vapor repleto de aromas
empañó sus gafas. Después, un dorado y casi líquido Queso Camembert
hecho al horno, con aromas de ajo y vino blanco,
acompañado de un crujiente pan hizo que su boca se llenara
de agua. Hundió la nariz en él y lo depositó sobre la mesa.
Su tercer hallazgo fue una Pierna de Cerdo rellena con ciruelas
pasas y beicon ahumado que venía acompañada de un sin fin de
guarniciones, a cual más apetitosas: cremoso puré de patata
aromatizado con aceite de ajo y con mostaza, salsas agridulces y
chutneys irresistibles, compota de manzana con vinagre y miel...
¡de ensueño! Dispuso la inmensa fuente en el centro de la mesa
y aspiró los intensos aromas que aquella sinfonía de contrastes
culinarios le ofrecía. En un rincón del salón, reparó en una
mesita auxiliar dispuesta para los postres y allí colocó un
crujiente Strudel de Manzana y nueces y una espectacular
Anguila de Mazapán, una dulcera de cristal que albergaba una
deliciosa Compota de Navidad al Oporto y un insólito Helado
de Polvorones. Apenas podía creer lo que estaba sucediendo,
se sentía embargado por la emoción. El menú tocaba a su fin y
comprendió que era hora de abandonar aquella cálida casita,
para dejar que sus moradores disfrutaran en la intimidad de
las exquisitas viandas que había traído en su saco. Pensó que los
manjares se enfriarían si no lo hacía pronto, pero comprendió que el calor,
material y espiritual, que invadía todos y cada uno de los
rincones de la estancia se encargaría de mantenerlos a la temperatura adecuada.
Como toque final a su visita, llenó los calcetines de la chimenea
con figuritas de mazapán, polvorones y turrones, que sin duda harían las
delicias de los niños... y de los menos niños.
Le despertó el borboteo de un caldo que había dejado en el
fuego y que amenazaba con desbordar el puchero.
Era ya de madrugada, pero aún tenía tiempo de ponerse manos
a la obra y elaborar el menú de la casita del bosque.
La fuerza invisible que guiaba el trineo no era otra cosa
que el amor que el cocinero sentía por el mundo de la cocina
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