Nacimiento de Jesús
He visto que la luz que envolvía a la Virgen se
hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la
luz de las lámparas encendidas por José no eran ya
visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba
arrodillada en su lecho, con la cara vuelta hacia el
Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en
éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra.
Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor
en torno de ella crecía por momentos. Toda la naturaleza
parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres
inanimados. La roca de que estaban formados el suelo
y el atrio, parecía palpitar bajo la luz intensa que los
envolvía. Luego ya no vi más la bóveda.
Una estela luminosa, que aumentaba sin cesar en claridad,
iba desde María hasta lo más alto de los cielos. Allá
arriba había un movimiento maravilloso de glorias
celestiales, que se acercaban a la tierra y aparecieron con
toda claridad seis coros de ángeles celestiales.
La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio
del éxtasis, oraba y bajaba la mirada sobre su Dios, de
quien se había convertido en Madre. El Verbo Eterno,
débil Niño, estaba acostado en el suelo delante de María.
Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño
todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor
circundante, acostado sobre una alfombrita ante las
rodillas de María. Me parecía muy pequeñito y que iba
creciendo ante mi mirada; pero todo esto era la irradiación
de una luz tan potente y deslumbradora que no puedo
explicar cómo pude mirarla. La Virgen permaneció algún
tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin
tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos.
Poco tiempo después vi al Niño que se movía y lo oí llorar.
En ese momento fue cuando María pareció volver en sí
misma y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con
que lo había cubierto y lo tuvo en sus brazos,
estrechándolo contra su pecho.
Se sentó, ocultándose toda Ella con el Niño bajo su amplio
velo y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los
ángeles, en forma humana, hincándose delante del Niño
recién nacido, para adorarlo. Cuando habría transcurrido
una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó
a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a
la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de
humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que
apretara contra su corazón el Don Sagrado del
Altísimo, se
levantó José, recibió al Niño entre sus brazos y
derramando lágrimas de pura alegría, dio gracias a
Dios por el Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde
vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al
otro: no hablaban, parecían absortos en muda
contemplación. Ante María, fajado como un niño común,
estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante
como un relámpago. "¡Ah, -decía yo- este lugar encierra
la salvación del mundo entero y nadie lo sospecha!"
He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por
José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El
pesebre estaba sobre la gamella cavada en la roca, a la
derecha de la entrada de la gruta, que se ensanchaba allí
hacia el Mediodía. Cuando hubieron colocado al Niño
en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados,
derramando lágrimas de alegría y entonando cánticos
de alabanza. José llevó el asiento y el lecho de reposo
de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y
después del nacimiento de Jesús, arropada en un
vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla
allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de
pie, recostada o durmiendo; pero nunca la vi
enferma ni fatigada.