El buen prior regresó preocupadísimo a su
monasterio porque, por un lado, no podía dudar
de la sabiduría de aquel santo, pero, por otro,
no lograba imaginarse quién de entre sus
compañeros podría ser ese Mesías disfrazado.
¿Acaso el maestro de coro? Imposible. Era un
hombre bueno, pero era vanidoso, creído.
¿Sería el maestro de los novicios? No, no.
Era también un buen monje, pero era duro,
irascible. Imposible que fuera el Mesías.
¿Y el hermano portero? ¿Y el cocinero?
Repasó, uno por uno, la lista de sus monjes y
a todos les encontraba llenos de defectos. Claro
que -se dijo a sí mismo - si el Mesías
estaba disfrazado, podía estar disfrazado detrás
de algunos defectos aparentes, pero ser, por
dentro, el Mesías.
Al llegar a su convento, comunicó a sus monjes
el diagnóstico del santo y todos sus compañeros
se pusieron a pensar quién de ellos podía ser
Mesías disfrazado y todos, más o menos,
llegaron a las mismas conclusiones que su prior.
Pero, por si acaso, comenzaron a tratar todos
mejor a sus compañeros, a todos, no sea que
fueran a ofender al Mesías. Y comenzaron a ver
que tenían más virtudes de las que ellos
sospechaban.
Y, poco a poco, el convento fue llenándose de
amor, porque cada uno trataba a su vecino
como si su vecino fuese Dios mismo. Y
todos empezaron a ser verdaderamente
felices amando y sintiéndose amados.
José Luis Martín Descalzo
|