ESTATUAS DE SAL

¡No quiero verla! Pero ahí está: inmóvil y pertinaz.

Las ropas negras y sucias. Arrugada la cara.

Manos amarillentas. Ochenta años.

Débil como una mirada infantil. No es nadie.

Me persigue como furia de vendaval. Se esconde entre las hojas

que caen en otoño, en el humo de las chimeneas o las zarzas de los caminos.

Es horrible. Asusta a cualquiera. Sus pupilas, dos islotes

solitarios en medio de un revuelto y caótico océano gris.

Su mirada borra las estrellas de cualquier ilusión.

Se trata de una enorme estatua de sal.

Se llama pesimismo, desilusión o  desesperanza.

Yo me la he encontrado siempre. Por eso te prevengo.

Nos aguarda en los cruces de los caminos y, ¡es tan fácil encallar!

Unos antes, otros después. Algún día te la encontrarás.

Quizás tú también, cautivado por su mirada, te conviertas

en otra estatua de sal. Si su sombra congela tu fragua e ilusión,

si sus dientes amenazan desgarrarte, lanza tu mirada a la otra orilla.

Cruza el puente del optimismo. Es la única salida.

De otra forma no podrás zafarte de sus garras.

A mí ya me ha salpicado. Llevo en mis carnes su aguijón.

Me inoculó su veneno. Se me disfrazó de enfermedad,

sufrimiento y muerte de seres queridos. Lloré todas las lágrimas del mundo.

Sufrí la soledad y la incomprensión. Desgarramiento interior.

Vaciedad. La sal penetraba mi alma, ya casi paralizada.

Hasta que un destello de ilusión y optimismo calentó mi vida.

Me di cuenta de que sólo tengo esta vida. Una única vida. Sólo ésta. Una.

Comprendí que había perdido los mejores años de mi existencia,

 jugando a solas conmigo mismo. Me perdí en el laberinto del egoísmo.

Ya tenía sal hasta las rodillas.

El dolor, alto y gordo como un monte, me había encerrado en mi personilla.

Todo por no entender o no querer comprender.

Fue entonces cuando supe que no era el dolor en sí,

sino el miedo velado y oculto en lo más íntimo de mi ser

quien me inyectaba hielo.

Y es que el pesimismo se adhiere a la piel como una máscara de cera.

Entonces rompí el cascarón. Salí de mí mismo.

Hice algo por los demás. Empecé por dejar de pensar en mí mismo.

Corté las amarras y, viento en popa, me lancé contra corriente.

Es así como de estatua de sal quise convertirme en puente.

¿Un puente para los demás? Sí, un puente que comunicara dos orillas.

¿No sabes que el puente acompaña, enlaza, une? Su valor depende de la profundidad

del río que cruza. A veces cuesta, porque las aguas de ese río son profundas.

Estremecen.

El puente calla. Su silencio vence la impetuosidad de las corrientes.

Su silencio choca con el canto de las aguas.

La otra orilla son las ilusiones.

Esas esperanzas que nos encandilan a lo lejos. No se puede vivir sólo en una orilla.

Ilusiónate. Nunca te desalientes.

Empieza cada día. Borrón y cuenta nueva.

Como si fuera tu primer, tu último, tu único día.

Tu destino está en el futuro que ya saboreas.

No te encandiles con las salpicaduras del presente

 ni con las corrientes del pasado. Mira hacia delante.

No pierdas de vista la otra orilla. El agua del optimismo

disuelve las estatuas de sal. Te doy mi palabra de "puente".

Cueste lo que cueste, sigue avanzando.

¡Adelante! Un peldaño más en la vida, en la enfermedad,

en la alegría. Hay que crecerse y envalentonarse,

como esos forzudos de circo.

 La gran carpa del mundo se sostiene con personalidades fuertes

y recias, con peñascos humanos, resplandecientes de optimismo.

Hombre es el que nace de nuevo.

El que cada día bracea en el mar de la vida.

Hay que abrir los ojos, tomar aire y lanzarse.

 Saborea el optimismo.

 Hay que morir cada noche, para resucitar todas las mañanas

para no convertirse en estatuas de sal.

D/A

PUEDE SER LA MISMA VIDA..............