LA TORTURA
Enfurecido y rabioso, Daciano mandó traer el potro y mientras unos esbirros la torturaban con garfios, otros le arrancaban las uñas. Pero Santa Eulalia, con cara sonriente, iba alabando a Dios Nuestro Señor, diciendo: "Oh Señor mío Jesucristo, escuchad a esta vuestra inútil sierva; perdonad mis faltas y confortadme para que sufra los tormentos que me infligen por vuestra causa, y así quede confuso y avergonzado el demonio con sus ministros".
Dijo Daciano: "¿Dónde está este a quien llamas e invocas? Escúchame a mí, oh infeliz y necia muchacha. Sacrifica a los dioses, si quieres vivir, pues se acerca la hora de tu muerte y no veo todavía quién venga a librarte".
Santa Eulalia le respondió: "Nunca vas a tener prosperidad, sacrílego y endemoniado perjuro, mientras me propongas que reniegue de la fe de mi Señor. Aquel a quien invoco está aquí junto a mí; y a ti no te es dado verle porque no lo mereces por culpa de tu negra conciencia y la insensatez de tu alma. Él me alienta y conforta, de manera que ya puedes aplicarme cuantas torturas quieras, que las tengo por nada".
Desesperado ya y rugiendo como un león ante aquel caso de insólita rebeldía, Daciano mandó a los soldados que aplicaran hachones encendidos a sus pechos para que pereciera envuelta en llamas. Santa Eulalia, contenta y alegre, repetía las palabras del salmo: "He aquí que Dios me ayuda y el Señor es el consuelo de mi alma. Dad, Señor, a mis enemigos lo que merecen, y confundidles; voluntariamente me sacrificaré por Vos y confesaré vuestro nombre, pues sois bueno, porque me habéis librado de toda tribulación y os habéis fijado en mis enemigos". Y habiendo dicho esto, las llamas empezaron a volverse contra los mismos soldados.
TRANSCRITO POR MINA