Por
fin habían llegado las vacaciones,
unas vacaciones que
tanto mi esposo como
mis hijos y yo
misma, habíamos soñado.
Salimos felices de
México, cantando y soñando, no habían transcurrido unos minutos, cuando todo
comenzó a ir mal, diluviaba como nunca, el viaje se atrasó. Cuando por fin
llegamos al hotel, había un error en la reservación y no aparecíamos en la lista
del día, después de varios problemas, se solucionó el
asunto.
No
había salido el sol para nada, tres días horrorosos en la
playa,
cuando por fin hubo sol, descubrimos que el botones había por descuido golpeado
la cámara y ésta no servía. Para culminar, la video-cámara, no encendía, se la
pasé a mi marido que estaba en la alberca y la pila que no estaba bien colocada,
cayó al agua, ¡tampoco teníamos video!.
Esa
noche, una gran tristeza me invadió, habíamos planificado todo para que fuera
perfecto, para que todo saliera lo mejor posible y las cosas no parecían estar
bien.
De
pronto, escuché unas risas divinas, unos ruiditos de alegría que
hacía mucho no escuchaba, despacio y sin hacer ruido, me asomé al cuarto de mis
hijos.
Abrazados en la cama, muertos de risa, un
niño de 4
años y otro de 2, platicaban de lo linda que había estado la alberca, de la cara
de papá cuando lo habían mojado, de los gestos del bebé cuando había visto el
salvavidas.
¡Qué
padre Juan, me la pase padrísimo decía el chiquitín, Si Carlitos, lo mejor de
todo es que papá y mamá, están muy contentos, ¿viste como platicaron? Hace mucho
no lo hacían así.
Entonces comprendí lo tonto de mi actitud, los pequeños
detalles, una sonrrisa, una
caricia, un beso, un
apapacho, una palabra que quedan impresos en el alma, son mucho más
trascendentes que una cámara, una pila, una lluvia, un mal tiempo o un
cambio de
planes.
Mis
hijos, en
su inocencia, en su ternura, me dieron la más grande lección que he recibido en
los últimos años, el amor, los
detalles, tienen un valor infinito.
Y la
historia continuó, de regreso, un derrumbe había tenido lugar en plena
carretera, a 100 Km. de Salina Cruz y a 230 de Oaxaca en medio de la nada,
tendríamos que atravesar un montón de piedras y lodo, todos comenzamos a rezar
para pasar y el coche se atascó, nos quedamos en medio del lodazal. Juanito le
rezaba a Papá Dios con sus manitas juntas, Carlitos le mandaba
besos y
Dieguito simplemente sonreía. El milagro sucedió, pudimos salir de allí gracias
a la ayuda de gente buena, pero el milagro no era ese, sino que tanto mi marido,
como mis hijos y yo
misma, enlodados, atrasados y con un gran susto, regresamos a México
felices,
agradeciéndole a Dios por habernos sacado de esa.
Ya no
había frustración ni tristeza, sino felicidad y
alegría,
¡Habían sido las mejores vacaciones del
mundo!, con aventura integrada y muchas anécdotas, pero sobre todo, muchos
detalles incalculablemente
valiosos.
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