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Las canciones que oyó la
niña
Una Tras de los limpios cristales se agitaba la
blanca cortina, y adiviné que tu aliento perfumado la movía.
Sola
estabas en tu alcoba, y detrás de la tela blanquísima te ocultabas,
¡cruel!, a mis ojos... mas mis ojos te veían.
Con cerrojos cerraste la
puerta, pero yo penetré en tu aposento a través de las gruesas
paredes, cual penetran los espectros; porque no hay para el alma
cerrojos, ángel de mis pensamientos.
Codicioso admiré tu
hermosura, y al sorprender los misterios que a mis ojos velabas...
¡perdóname!, te estreché contra mi seno.
Mas... me ahogaba el aroma
purísimo que exhalabas de tu pecho, y hube de soltar mi presa lleno de
remordimiento.
Te seguiré adonde vayas, aunque te vayas muy
lejos, y en vano echarás cerrojos para guardar tus secretos; porque no
impedirá que mi espíritu pueda llegar hasta ellos.
Pero... ya no me
temas, bien mío, que, aunque sorprenda tu sueño, y aunque en tanto estés
dormida a tu lado me tienda en tu lecho, contemplaré tu semblante, mas
no tocaré tu cuerpo, pues lo impide el aroma purísimo que se exhala de tu
seno. Y como ahuyenta la aurora los vapores soñolientos de la noche
callada y sombría, así ahuyenta mis malos deseos.
Otra Hoy uno y
otro mañana, rodando, rodando el mundo, si cual te amé no amaste
todavía, al fin ha de llegar el amor tuyo.
¡Y yo no quiero que
llegue... ni que ames nunca, cual te amé, a ninguno; antes que te abras de
otro sol al rayo, véate yo secar, fresco capullo!
Rosalia de Castro
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