A la
luna
I
¡Con
qué pura y serena transparencia brilla esta noche la luna! A imagen de la
cándida inocencia, no tiene mancha ninguna.
De su pálido rayo la luz
pura como lluvia de oro cae sobre las
largas cintas de verdura que la brisa lleva y trae.
Y el mármol de las
tumbas ilumina con melancólica
lumbre, y las corrientes de agua cristalina que bajan de la alta
cumbre.
La lejana llanura, las praderas, el mar de espuma cubierto donde nacen las ondas
plañideras, el blanco arenal desierto,
la iglesia, el campanario, el
viejo muro, la ría en su curso
varia, todo lo ves desde tu cenit puro, casta virgen
solitaria.
II
Todo
lo ves, y todos los mortales, cuantos en el mundo habitan, en busca del
alivio de sus males, tu blanca luz solicitan.
Unos para consuelo de
dolores, otros tras de ensueños de
oro que con vagos y tibios resplandores vierte tu rayo incoloro.
Y
otros, en fin, para gustar contigo esas
venturas robadas que huyen del sol, acusador testigo, pero no de tus
miradas.
III
Y
yo, celosa como me dio el cielo y mi destino inconstante, correr quisiera
un misterioso velo sobre tu casto semblante.
Y piensa mi exaltada
fantasía que sólo yo te contemplo, y
como que es hermosa en demasía te doy mi patria por templo.
Pues digo
con orgullo que en la esfera jamás
brilló luz alguna que en su claro fulgor se pareciera a nuestra cándida
luna.
Mas ¡qué delirio y qué ilusión tan vana esta que llena mi mente! De altísimas regiones
soberana nos miras indiferente.
Y sigues en silencio tu
camino siempre impasible y
serena, dejándome sujeta a mi destino como el preso a su cadena.
Y
a alumbrar vas un suelo más dichoso que
nuestro encantado suelo, aunque no más fecundo y más hermoso, pues no le
hay bajo del cielo.
No hizo Dios cual mi patria otra tan
bella en luz, perfume y
frescura, sólo que le dio en cambio mala estrella, dote de toda
hermosura.
IV
Dígote, pues, adiós, tú, cuanto amada, indiferente y
esquiva; ¿qué eres al fin, ¡oh, hermosa!, comparada al que es llama
ardiente y viva?
Adiós... adiós, y quiera la fortuna, descolorida doncella, que tierra tan feliz no
halles ninguna como mi Galicia bella.
Y que al tornar viajera sin
reposo de nuevo a nuestras
regiones, en donde un tiempo el celta vigoroso te envió sus
oraciones,
en vez de lutos como un tiempo, veas la abundancia en sus hogares, y que en ciudades,
villas y en aldeas han vuelto los ausentes a sus
lares.
Rosalia de Castro
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