LOS
TRISTES
1
De la torpe ignorancia que confunde lo
mezquino y lo inmenso; de la dura injusticia del más alto, de la saña
mortal de los pequeños, ¡no es posible que huyáis! cuando os conocen y os
buscan, como busca el zorro hambriento a la indefensa tórtola en los
campos; y al querer esconderos de sus cobardes iras, ya en el monte, en
la ciudad o en el retiro estrecho, ¡ahí va!, exclaman, ¡ahí va!, y allí os
insultan y señalan con íntimo contento cual la mano implacable y
vengativa señala al triste y fugitivo reo.
2
Cayó por fin
en la espumosa y turbia recia corriente, y descendió al abismo para no
subir más a la serena y tersa superficie. En lo más íntimo del noble
corazón ya lastimado, resonó el golpe doloroso y frío que ahogando la
esperanza hace abatir los ánimos altivos, y plegando las alas torvo y
mudo, en densa niebla se envolvió su espíritu.
3
Vosotros,
que lograsteis vuestros sueños, ¿qué entendéis de sus ansias
malogradas? Vosotros, que gozasteis y sufristeis, ¿qué comprendéis de sus
eternas lágrimas? Y vosotros, en fin, cuyos recuerdos son como niebla que
disipa el alba, i qué sabéis del que lleva de los suyos la eterna
pesadumbre sobre el alma!
4
Cuando en la planta con afán
cuidada la fresca yema de un capullo asoma, lentamente arrastrándose entre
el césped, le asalta el caracol y la devora.
Cuando de un alma
atea, en la profunda oscuridad medrosa brilla un rayo de fe, viene la
duda y sobre él tiende su gigante sombra.
5
En cada fresco
brote, en cada rosa erguida, cien gotas de rocío brillan al sol que
nace; mas él ve que son lágrimas que derraman los tristes al fecundar la
tierra con su preciosa sangre.
Henchido está el ambiente de agradables
aromas, las aguas y los vientos cadenciosos murmuran; mas él siente que
rugen con sordo clamoreo de sofocados gritos y de amenazas mudas.
¡No
hay duda! De cien astros nuevos, la luz radiante hasta las más recónditas
profundidades llega; mas sus hermosos rayos jamás en torno suyo rompen la
bruma espesa.
De la esperanza, ¿en dónde crece la flor ansiada? Para
él, en dondequiera al retoñar se agosta, ya bajo las escarchas del egoísmo
estéril, o ya del desengaño a la menguada sombra.
¡Y en vano el mar
extenso y las vegas fecundas, los pájaros, las flores y los frutos que
siembran! Para el desheredado, sólo hay bajo del cielo esa quietud sombría
que infunde la tristeza.
6
Cada vez huye más de los
vivos, cada vez habla más con los muertos y es que cuando nos rinde el
cansancio propicio a la paz y al sueño, el cuerpo tiende al reposo, el
alma tiende a lo eterno.
7
Así como el lobo desciende a
poblado, si acaso en la sierra se ve perseguido, huyendo del hombre que
acosa a los tristes, buscó entre las fieras el triste un asilo.
El sol
calentaba su lóbrega cueva, piadosa velaba su sueño la luna el árbol
salvaje le daba sus frutos, la fuente sus aguas de grata
frescura.
Bien pronto los rayos del sol se nublaron. la luna entre
brumas veló su semblante, secóse la fuente, y el árbol nególe, al par que
su sombra, sus frutos salvajes.
Dejando la sierra buscó en la
llanura de otro árbol el fruto, la luz de otro cielo; y a un río profundo,
de nombre ignorado, pidióle aguas puras su labio sediento.
¡Ya en
vano!, sin tregua siguióle la noche, la sed que atormenta y el hambre que
mata; ¡ya en vano!, que ni árbol, ni cielo, ni río, le dieron su fruto, su
luz, ni sus aguas.
Y en tanto el olvido, la duda y la muerte agrandan
las sombras que en torno le cercan, allá en lontananza la luz de la
vida, hiriendo sus ojos feliz centellea.
Dichosos mortales a quien la
fortuna fue siempre propicia... ¡Silencio!, ¡silencio!, si veis tantos
seres que corren buscando las negras corrientes del hondo
Leteo.
Rosalia de Castro
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