Llegas, amor,
cuando la vida ya nada me ofrecía sino un duro sabor de lenta consunción y
un saberse dolor desamparado, casi ceniza de tinieblas; llega tu voz a
destrozar la noche y asciendes por mi cuerpo como el cálido pulso hacia el
latir postrero de quien a solas sabe que un abismo de duelo lo
sostiene. Nada
había sin ti, ni un sueño transformado en vida, ni la certeza que nos
precipita hasta el total saberse consumido; sólo un pavor entre mi
noche levantando su voz de precipicio; era una sombra que se
destrozaba, incierta en húmedas tinieblas y engañosas palabras
destruidas, trocadas en blasfemias que a los ojos ni luz ni sombra
daban: era el temor a ser sólo una lágrima. Mas el mundo
renace al encontrarte, y la luz es de nuevo ascendiendo hacia el
aire la tersa calidez de sus alientos lentamente erigidos; brotan de
fuerza y cólera y de un aroma suave como espuma, tal un leve
recuerdo que de pronto se hiciera un muro de dureza o manantial de sombra.
Y en ti mi corazón no tiene forma ni es un círculo en paz con
su tristeza, sino un pequeño fuego, el grito que florece en medio de los
labios y torna a ser el fin un sencillo reflejo de tu cuerpo, el
cristal que a tu imagen desafía, el sueño que en tu sombra se
aniquila. Olas de luz tu voz, tu aliento y tu mirada en la dolida playa de
mi cuerpo; olas que en mí desnúdanse como alas, hechas rumor de espuma,
oscuridad, aroma tierno, cuando al sentirme junto a tu desnudo se ilumina
la forma de mi cuerpo. Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura hay un
mundo de luz amanecido.