Cuento de
Navidad para incredulos
Hay muchos años
atrapados en esta celosía. Lleva por dentro los detalles, las horas, los
instantes precisos de todas
las historias de
todos los abuelos de la ribera oriental. Hoy, como de costumbre, se abre al
mundo y los abalorios
de la abuela
flotan desadvertidos por las callejas y las gárgolas de aquel santuario en
ruinas. Vacilan mucho las manos
y la boca, pero
siempre que se quiere un grito interno, abre la jaula y nos transforma en
cuadros plásticos maquillados
a la usanza de
aquellas viejas consejas.
Te anaranjeaba
la tarde el borde interior de los pómulos y sobre tus dientes se dibujaban las
imágenes marinas
repletas de
estela y serena entrega. Todos recordamos la más dulce triquiñuela de nuestras
mocedades;
cada merced
lleva la suya atada a las lágrimas en la noche de año nuevo. Cada tarantín de la
calle retrotrae la mano
tierna que roza
a hurtadillas la piel de alguna muchacha, en medio de la multitud de nombres que
dejan huella
tras el pasar
del tiempo. Yo siempre me ralentizaba cuando iba a tu encuentro, era el señor de
los caramelos y
vos montada en
tu risa me dabas el asisito matinal de las frutas del mercado.
Aquí estás de
nuevo -solía decirme- eres: diciembre. La página en blanco, un trago que
fluye
por ríos de
gentes y secretos hermosos que se pasean por la plaza.
Que maravillan
el rostro bañado de aceites delineados en la majestuosidad de una mueca pícara
por entre miles
de ojos que
destejen al tiempo. Pintores que añaden sonidos, a estos cuadros vivos de
Rafael, en la pulcritud de
su atardecer
entre nosotros. Las gaitas, sus voces mágicas, Renato fabricando con sus dedos,
todo el amor
del poeta para
acariciar la ciudad. El chino Jung que nos regala el silencio con la paz de su
mirada. La tercera siesta,
que es Bellorín
en su asalto al salto y los bardos que recorren los sueños guiados por Blas,
quien dispara al cielo
versos que
regresan en cometas furtivos sobre las paredes que se encienden como cuando
amanece
en tus ojos.
Cada vez que llegas, me retrata profundo el ojo del tigre y tu beduina mirada
como luna del desierto.
Si vos ahora
queréis comprender por qué los incrédulos abundan en diciembre, podrás darte
perfecta
cuenta, que todo
se debe precisamente a que los mercaderes no saben hacer otra cosa que vender
para comprar
tu alegría.
Pero no creáis que en vano un pesebre es la luz del mundo; porque imagina por un
momento que
todo se hubiese
desarrollado en un hotel cinco estrellas: como le pediría al que solo tiene
esperanza
que creyera en
los milagros, si la última estrella que tenía para vender te la había guardado
y,
de tanto
esperar por ti se murió. Por eso el angelito que me diste, todos los días me
pregunta:
A dónde se fue
la dueña de mi imagen si vos te quedaste solamente con la soledad de mi
espacio...
A mí también me
dolió, pero no te preocupes: Diciembre me dijo que este año me exoneraba del
llanto,
por lo tanto me
das un abrazo y te devuelvo para siempre la alegría, que solamente una vez
ensoñamos.
Feliz navidad!
Saboreo aún tus
fresas y a estos incrédulos que nos miran.
Desconozco el
Autor
|