♠ Ensueño de año nuevo ♠
Las tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastorflamenca.
Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas;
en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable,
y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico
a su cola semejante a una cachiporra.
Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas parisienses,
ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos
como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias presenciaron nuestra
jadeante alegría de perros en libertad.
Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por
torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas, detrás de
un velo tejido con miles y miles de moscas blancas, vivas, frías como flores
deshojadas, que se derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por
un momento las pestañas, del vello de las mejillas.
Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies
con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos,
ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento.
Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche, de la nieve,
del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras
venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas.
La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba amaestrada,
su seriedad falsa y cortés. Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve
a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina.
Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego, se
mueven incesantemente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo.
quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.
Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas.
La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta
de la nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una
vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.
Colette
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