La ira añade más peso a la carga de estrés que ya sentimos en nuestra vida. Afecta al corazón y la digestión, y aumenta la tensión muscular general. Se ha demostrado que la gente enfadada tiene una tasa de mortalidad más alta.
La ira afecta nuestras relaciones personales porque los intercambios hostiles dejan cicatrices. Los seres queridos se vuelven desconfiados y más cerrados. Los compañeros de trabajo a menudo se retiran, cotillean y contraatacan.
Pero el precio más alto de la ira lo paga la propia espiritualidad. La ira nos despoja de la sensación de estar en contacto con el universo y pertenecer a él. En lugar de sentirnos unidos y ser comprensivos, nos aliena. En vez de sentir paz y fortaleza interior, nos deja amargados e indefensos.
El paso más importante para librarnos de la ira es enfrentarnos a los sentimientos de impotencia. La ira tiene que ver con tratar de cambiar a los demás, de intentar que se comporten de otra manera. Cuando la gente sigue haciendo lo que quiere, independientemente de nuestras necesidades o pareceres, nos sentimos profundamente impotentes. Cuanto más tratamos de cambiar a los demás, tanto más se resisten y tanto más inútiles nos sentimos. De esta forma, entramos en una espiral que nos arrastra a niveles cada vez más profundos de alienación.