Por supuesto- exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que hayas pensado en tu linterna, porque la noche es tan negra, que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo- respondió el molinero-, pero es mi linterna nueva y sería una gran desgracia que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Prescindiré de ella- dijo el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro rojo de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y salió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans apenas veía, y el viento era tan fuerte, que le costaba gran trabajo caminar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamo a la puerta.
-¿Quién es?- gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y necesita que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien!- replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, tomando su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a cántaros y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
Al fin, perdió su camino y anduvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de pozos profundos, cayó en uno de ellos el pobre Hans y se ahogó.
Al día siguiente, unos pastores hallaron su cuerno flotando en una gran charca y lo llevaron a su casita.
Todo el mundo fue al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero estuvo a la cabeza del duelo.
-Era yo su mejor amigo- decía el molinero-; justo es que ocupe el lugar de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se secaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros- dijo el hojalatero cuando hubieron terminado los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí- contestó el molinero-. A fe mía que fui lo suficiente bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no sé qué hacer de ella. Me molesta en casa, y está en tan mal estado, que si la vendiera no obtendría nada. Os aseguro que de ahora en más no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
-Y es verdad- comentó la rata de agua después de una larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más- dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero?- dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé con certeza- contestó el pardillo- y verdaderamente me da igual.
-Es obvio que el carácter de usted no es nada simpático-dijo la rata de agua.
-Temo que no haya usted entendido la moraleja de la historia- replicó el pardillo.
-¿Qué?- gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Eso quiere decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Por supuesto que sí!- afirmó el pardillo.
-¡Caramba!- dijo la rata con tono irritado-. Podía usted habérmelo dicho antes de comenzar. De haberlo sabido no lo hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: "¡Ps!", como el crítico. Pero todavía estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su "¡Ps!" a toda voz, y dando un coletazo, regresó a su agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua?- preguntó la pata, que llegó chapoteando un poco después-. Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado- contestó el pardillo- Lo cierto es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
-¡Ah, eso es siempre una cosa muy arriesgada!- dijo la pata.
-Y yo soy de su misma opinión en absoluto.
Oscar Wilde –Inglaterra