Podéis estar tranquilo, señor -le dijo-. Hemos registrado todos los pasos y senderos de las montañas, sin haber encontrado el menor rastro de guerreros. Sólo hemos hallado a una muchacha de extraordinaria belleza, tranquilamente dormida junto a una fuente cristalina.
- ¡Sólo una joven de extraordinaria belleza! ¡Qué raro! -exclamó el rey-. ¿La habéis traído con vosotros... ?
- Naturalmente, señor.
- ¡Traedla inmediatamente a mi presencia!
La orden del rey fue cumplida y a los pocos instantes tuvo ante sí a una joven bellísima. No sólo el soberano, sino también todos sus cortesanos, quedaron maravillados al verla. Poseía el andar más grácil que jamás habían contemplado y su cabellera, negrísima y adornada con perlas, al estilo de las princesas cristianas, encuadraba un rostro perfecto, en el que brillaban unos ojos grandes, sombreados de largas y espesas pestañas. Sus dientes eran más blancos que las más bellas perlas del Oriente y sus mejillas parecían dos rosas. Aben Habuz la admiró durante unos instantes. Por fin, habló:
- Dime, bellísima joven, ¿cómo has llegado hasta mi reino?
La voz de la doncella, dulce y melodiosa, aumentó la admiración del rey. ¡Jamás voz tan armoniosa se había escuchado entre aquellas paredes y sólo podía compararse con el canto de los pájaros, cuando llega la primaveral
- He llegado a vuestro reino, ¡oh, poderoso señor!, huyendo de los enemigos de mi padre, un príncipe cristiano cuyos ejércitos han sido destruidos...
-Tened cuidado, señor -susurró a su oído el sabio Ibrahim Eben Abú Ajib-. Esa muchacha es, a no dudar, el enemigo que anunciaba el jinete moro. Y sus ojos tienen un brillo maléfico. ¡Bien pudiera ser alguna hechicera, transformada en doncella para vencernos!
Pero el rey se burló de sus palabras, sin querer prestarle la menor atención.
- Eres un gran sabio, Ibrahim, pero, sin duda, comienzas a hacerte viejo. ¿Cómo, si no, podrías confundir a tan hermosa joven con una hechicera peligrosa?
- Os he ayudado a vencer a vuestros enemigos, señor, y podéis estar seguro de mi lealtad -insistió el sabio-. Permitidme que ahora os pida una merced. Cededme a esa joven. Advierto que lleva consigo un laúd de plata y adivino que sabe tocarlo con singular maestría; distraerá algunas de mis horas y al mismo tiempo la estudiaré hasta descubrir si es o no una hechicera. Si no me equivoco en mis suposiciones, mi poder terminará venciendo al suyo.
- ¡Estás loco! -exclamó el rey-. Mi tesorero te proporcionará danzarinas y cantantes para distraerle. ¿Para qué quieres más?
- Ninguna sabe tocar un laúd de plata. Además, temo que si se queda en vuestro palacio, atraiga sobre él la desgracia.
- Esa joven es mía y se quedará a vivir en mi palacio. ¡Y seré yo, y no tú, quien se distraiga con la música de su laúd de plata!
El sabio quiso insistir. Pero el soberano le despachó al fin, de mal talante, rogándole que volviera a su palacio subterráneo y que le dejara en paz. Ibrahim se marchó muy disgustado.
En el palacio se empezaron a celebrar fiestas maravillosas en honor de la hermosa cautiva. Y no pasaba día sin que el rey le regalase las más fantásticas joyas y le hiciera traer de Asia y Africa, las más preciadas sedas y los más exóticos perfumes. La princesa, sin embargo, jamás parecía conmovida, ni siquiera agradecida.
Regalos y fiestas, adulaciones y agasajos, todo parecía serle completamente indiferente. Nunca se enojaba con el anciano rey, claro está, pero tampoco le sonreía ni le miraba con benevolencia. Y cuando él le pedía que consintiera en ser su esposa, cogía su laúd de plata y, al instante, el soberano comenzaba a cabecear, hasta caer en un sueño profundo, del que sólo despertaba varias horas más tarde y habiendo olvidado por completo su deseo de casarse con la princesa.
Cualquier observador hubiera podido afirmar que la princesa se estaba burlando del anciano rey y que sus continuos caprichos, no tenían otro objeto que arruinarle, pues en cuanto tenía la seda, la joya o el perfume que le habla pedido, al punto lo olvidaba junto a los que ya poseía, sin hacerle el menor caso. ¡Y esos caprichos se multiplicaban día a día, y tenían en constante estado de alarma al tesorero! Pero el rey parecía no advertir nada. Y, pendiente de la princesa, llegó a descuidar todos sus deberes como soberano.
El malestar comenzó a cundir entre el pueblo y al fin, un día, un grupo de exaltados intentó asaltar el palacio, para matar a la princesa, a la que achacaban y con razón, la culpa de cuanto sucedía. La creciente pobreza en la que el rey sumía a su pueblo, a fin de satisfacer tantos y tan costosos caprichos, desesperaba a las gentes.
La guardia real sofocó rápidamente aquella sublevación. Pero el soberano no se quedó tranquilo y mandó llamar al sabio astrólogo, que permanecía en su morada, sin olvidar las ofensas que había recibido.
- Tú me vaticinaste muchos peligros, si guardaba a la princesa en mi palacio -le dijo Aben Habuz en tono conciliador, en cuanto le tuvo en su presencia-. ¡Cuánta razón tenías! Dame ahora, te lo ruego, algún consejo para librarme de futuros peligros.
- Alejad de vuestro lado a esa joven -respondió Ibrahim. - ¡Oh, no! Eso no, jamás -replicó el rey-. Prefiero perder mi reino a perderla a ella.
- Quizá perdáis ambas cosas -le respondió el sabio, filosóficamente.
- No, no puedo apartarla de mi lado. Ayúdame, por favor a encontrar algún retiro oculto en el que poder refugiarme, lejos de las intrigas de la corte. Quiero un retiro tranquilo, en el que poder vivir en paz...
El sabio astrólogo meditó unos momentos y al fin preguntó: -¿Qué me darás, si consigo proporcionarte ese retiro que deseas?
- Tú mismo señalarás la recompensa. ¡Te doy mi palabra de rey!
- Bien. ¿Habéis oído hablar del jardín del Irán, uno de los maravillosos prodigios de la Arabia Feliz?