Al otro lado del rey se colocó el sabio astrólogo Ibrahim, pero a pie, porque no le gustaba cabalgar y apoyándose en su bastón, inició la marcha hacia la cumbre de la colina.
Ya casi habían llegado y Aben Habuz aún no conseguía ver el maravilloso palacio que su astrólogo le había prometido.
- Paciencia, señor -dijo Ibrahim-. Ya os expliqué que se trata de un palacio mágico. Nadie puede verlo, mientras no haya traspuesto los muros que lo rodean. Esa es precisamente su salvaguarda.
Por fin llegaron a la puerta.
- Fijaos en esa llave gigantesca y en la mano, no menos gigantesca, labradas encima y a uno de los lados de la puerta dijo el sabio, dirigiéndose al rey-. En tanto esa mano no llegue a apoderarse de la llave, nadie en el mundo podrá atentar contra vuestra seguridad.
El rey contempló con asombro aquellos signos y tan embebido estaba en esa contemplación, que no advirtió cómo el caballo blanco de la princesa se adelantaba y pasaba por la puerta, hasta llegar al centro del patio. El grito alborozado del sabio astrólogo, le hizo volver a la realidad.
- ¡Esa es la recompensa que me prometisteis, ¡oh, poderoso señor, soberano de Granada! -exclamó Ibrahim-. El caballo blanco de la princesa ha sido el primer animal que ha pasado por la puerta. Mío es, con su carga.
Al principio Aben Habuz creyó que se trataba de una broma del sabio. Pero cuando advirtió que no era así, se enojó terriblemente:
- ¡No te consiento esa impertinencia! -le dijo-. Prometí regalarte el primer animal con su carga, que atravesara esa puerta. Toma pues la más robusta de mis mulas o el mejor de mis caballos árabes, cárgalo con cuantas joyas o tesoros desees, y hazlo pasar por esa puerta. Y tuyo será. Pero no pretendas, ni aún en broma quedarte con la que es la luz de mi corazón.
- ¡Bah! ¿Para qué quiero tesoros, si mi «Libro de la Sabiduría» puede proporcionarme todas las riquezas de la tierra? contestó Ibrahim-. Entregadme a la princesa, poderoso señor. Me pertenece por derecho.
La princesa, inmóvil encima de su blanca cabalgadura, escuchaba aquella discusión que mantenían los dos ancianos, erguida y orgullosa.
Por fin Aben Habuz ya no pudo contener por más tiempo su indignación y sin medir sus palabras, gritó:
- ¡Eres un miserable, hijo del desierto! No niego tu gran saber, pero debes reconocerme como a tu señor, y respetarme como a tu rey soberano. ¡De lo contrario te castigaré!
- ¡Mi señor...! ¡Mi rey...! ¿De verdad pretendéis castigarme si no os respeto? -replicó con burla el sabio astrólogo-. ¡Sois muy imprudente, señor! ¿Olvidáis acaso que vuestro reino es sólo una pobre madriguera, comparada con los palacios que yo puedo poseer en cuanto lo desee? ¡Adiós, Aben Habuz! Seguid gobernando vuestras pobres tierras y gozad del halago de vuestros cortesanos. Yo me retiro para siempre a mi morada, desde donde me divertiré viendo las desdichas que, por vuestra imprudencia y vuestro orgullo, desencadenáis sobre vuestra propia cabeza.
Y dichas esas palabras, el sabio Ibrahim tomó con su mano las riendas del caballo blanco de la princesa y dio tres golpes en el suelo, con su bastón. Y, al punto, la tierra se abrió bajo sus pies, tragándoselo a él y también a la princesa, sin que quedase ni una huella suya en la superficie.
El rey se quedó mudo de asombro durante unos instantes. Pero no tardó en reaccionar, ordenando a sus hombres que cavasen la tierra, por donde el astrólogo había desaparecido. Pero aun cuando cavaron y cavaron durante horas, sólo encontraron tierra que de nuevo volvía a caer en el hoyo, tapándolo. Cuando el rey se convenció de la inutilidad de estos esfuerzos, mandó buscar la entrada que, en la ladera, conducía a los aposentos que ocupaba el sabio astrólogo. Pero incluso la entrada había desaparecido y tampoco pudieron encontrarla, porque por aquellos parajes la piedra era tan fuerte, que todas las herramientas se rompían, antes de conseguir horadarla.
El pesar del rey no conoció limites. No sólo había perdido a la princesa, sino que en cuanto Ibrahim hubo desaparecido, el jinete moro perdió todo su poder mágico y permaneció inmóvil, para siempre, apuntando con su lanza el lugar por donde se habla hundido el sabio astrólogo.
Y su tortura era aún mayor porque, de vez en cuando, oía en la lejanía el dulce y armonioso sonar del laúd de plata de la princesa y a pesar de oírse muy débil, le impedía por completo conciliar el sueño.
Por fin, un día, un pobre pastor pidió ser conducido a su presencia y cuando lo consiguió le dijo que la noche antes había encontrado una grieta en la montaña. Penetró por ella y llegó a ver un gran salón subterráneo, decorado y adornado con tal suntuosidad y riqueza, como jamás viera otro igual en su vida. Y, tendido en uno de los divanes, se hallaba el anciano sabio Ibrahim, dormitando al son del laúd de plata, que la princesa tocaba con singular maestría.
El rey mandó buscar la grieta de la que hablaba el pastor. Pero también ese último intento fue inútil. Como el propio Ibrahim le dijera al rey, el hechizo de la llave y la mano, era demasiado grande y poderoso para que ningún humano pudiera vencerlo. Por eso la cumbre de la montaña siguió estando siempre desnuda a los ojos de los mortales, por lo que los habitantes de Granada terminaron llamándole «La locura del Rey» o «El Paraíso del loco».
En cuanto al desdichado Aben Habuz, ya nunca más pudo gozar de un sólo día de paz y tranquilidad. Vivía atormentado, no sólo pensando en la princesa que el sabio astrólogo mantenía cautiva en el interior de la montaña, sino también por las continuas incursiones de sus enemigos, que, al ver que ya no le protegía ningún poder mágico, pronto comenzaron a asolar de nuevo sus tierras, robándole riquezas y hombres.
Hasta que al fin murió.
Desde entonces han transcurrido muchos siglos. Y sobre aquella montaña se ha construido La Alhambra, una maravilla comparable sin duda al magnífico jardín del Irán, del que el sabio astrólogo habló al rey.
Pero las sencillas gentes, que tan fácilmente creen en leyendas, aún hoy aseguran oír, en ocasiones, lejano y dulce, el melodioso sonido del laúd de plata, con el cual la bella princesa hechicera mantiene preso al astrólogo árabe Ibrahim Eben Abú Ajib, cuya magia la encerró en el interior de aquella montaña.
Cuando vayáis a Granada preguntad por él. A lo mejor también vosotros conseguís escuchar las maravillosas notas del laúd encantado.
Fin.