Había una vez, hace cientos de años, en un pueblo oriental, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. Al ser una noche sin luna, la oscuridad era verdaderamente profunda.
En determinado momento, se encuentra con un amigo. Al estar ya próximo, el amigo lo reconoce y se sorprende al ver que era Guno, el ciego del pueblo.
El amigo lo detiene y le pregunta:
- ¿Qué haces Guno, tú ciego, con una lámpara en la mano? Si tú no ves...
- Entonces, el ciego le responde:
- Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí.
No solo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.
Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil. Muchas veces en vez de alumbrar, oscurecemos mucho más el camino de los demás... ¿Cómo? A través del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento...
¡Qué hermoso sería sí todos ilumináramos los caminos de los demás!