En el día de la ordenación sacerdotal, se le ungen las manos al presbítero con el santo Crisma. Es el Espíritu Santo el que "habilita", el que "capacita" esas manos para que sean las manos de Cristo consagrando y ofreciendo el sacrificio eucarístico, derramando la misericordia en la absolución, comunicando el Espíritu Santo al enfermo en la Santa Unción... ¡Manos sacerdotales, manos ungidas, manos de Cristo! Así lo pronuncia el obispo en la crismación: "Jesucristo, el Señor, a quien el padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio".
Ungido con el Espíritu Santo, ¡cuántas maravillas obrará un sacerdote, o mejor, obrará Cristo por medio del sacerdote!
"Elegido de entre los hombres, el sacerdote sigue siendo uno de ellos y está llamado a servirles entregándoles la vida de Dios. Es él quien "continúa la obra de la redención en la tierra" (Nodet, p. 98). Nuestra vocación sacerdotal es un tesoro que llevamos en vasijas de barro (cf. 2 Co 4, 7). San Pablo expresó felizmente la infinita distancia que existe entre nuestra vocación y la pobreza de las respuestas que podemos dar a Dios. Desde este punto de vista existe un vínculo secreto que une el Año paulino y el Año sacerdotal. Todavía conservamos en lo más íntimo de nuestro corazón la exclamación conmovedora y confiada del Apóstol, que dice: "Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2Co 12, 10). La conciencia de esta debilidad abre a la intimidad de Dios, que da fuerza y alegría. Cuanto más persevera el sacerdote en la amistad de Dios, tanto más continuará la obra del Redentor en la tierra (cf. Nodet, p. 98). El sacerdote ya no vive para sí mismo, sino para todos