La ciudad es negra bajo mis pies. Negra, fría, cortante y húmeda como las cuchillas dormidas bajo mis antebrazos. Sólo sus infinitos puntos de luz la destacan de la oscuridad, nos recuerdan que es un ser vivo, caníbal, autodevorándose sin poderlo evitar. Sus venas y arterias fluyen, ríos de neón, entre torres de luciérnagas. La lluvia tóxica no cesa.
Podría saltar ahora y terminar con todo, hundirme en la nada de luz de ahí abajo. Pero eso y seguir tienen el mismo sentido. De momento, la inercia vence.
Hace una hora maté al último hombre de la lista semanal. Disfruté con él. No llevaba blindaje dermal, y las cuchillas le atravesaron el pecho como gelatina, dulce y suave, sin esfuerzo. Él nunca lo reconocería, pero en sus ojos vi que llevaba mucho tiempo deseando morir. Su sangre ha sido lo único cálido del día de hoy. Hace diez minutos me transfirieron los créditos acordados, un bip indicador en el oído interno. Hace años que acumulo más créditos de los que jamás podré gastar. Pero la inercia vence.
Ayer ¿Fue ayer? los recuerdos se entremezclan aplasté a una mujer con mi peso. Mientras intentaba obtener algún placer, penetrándola incansablemente, ella gritaba. A veces olvido que la mayor parte de mi cuerpo es metal. Y mientras gritaba, comencé a deshacerle su preciosa cara con el láser retiniano… hasta que sólo quedó una masa burbujeante en su lugar. La verdad es que no sabría decir por qué lo hice.
Hubo un tiempo en que la gente vivía y aceptaba sus limitaciones naturales, un tiempo en que los implantes cibernéticos eran productos de la imaginación, y no de las Corporaciones. Hoy resulta casi inconcebible que alguien pueda condenarse voluntariamente a tan atroces restricciones de su potencial humano, cuando hasta los naturalistas y los religiosos son minorías en clara extinción, restos del pasado. Mi primer implante me salvó la vida cuando, durante una de mis peleas callejeras, una katana me seccionó limpiamente el brazo izquierdo. Los sanitarios de combate me integraron allí mismo uno auxiliar, con seguridad perteneciente a alguno de los muertos de aquella misma noche, que ya no lo iba a necesitar. Un G-Disch Rg-9, lo recuerdo bien.
Cada uno de mis órganos naturales, los que aún conservo, supone una debilidad ante mis enemigos. Pero las probabilidades de caer en psicosis electrónica total aumenta en cada nuevo implante de modo sumativo; es algo que no me importaría demasiado, sino fuese por la constante presión de los cuerpos especiales de policía, los cazadores de PET´s –fina ironía para referirse a cyborgs de más de trescientos kilogramos de metal desencadenado–. Casi tan desquiciados como ellos, su única orden consiste en desconectarlos con todos los medios a su alcance. Y su efectividad es alta, puedo asegurarlo. Los he visto en acción.
Como sabían los viejos maestros, el equilibrio es la virtud fundamental. Casi a diario, las Corporaciones producen nuevos modelos que mejoran los anteriores... unas milésimas de segundo para esos reflejos aumentados, mayor resistencia por cm3 para ese blindaje interno, más penetración para tu munición Iridium… y cualquier otro de los miles de insignificantes datos que suponen la diferencia entre vivir y morir. Yo sólo actualizo mis sistemas una vez por semana, y con esto regalo una ventaja de seis días a mis enemigos. Pero la tecnología sólo puede potenciar aquellas habilidades certificadas por la experiencia y la técnica depurada de años. Por eso sigo vivo, mientras ellos son ahora trozos dispersos, en el mejor de los casos.
Un gravitatorio unipersonal acaba de aterrizar sobre el lejano edificio Iniya. También ha ignorado los terrores de la lluvia tóxica. Mis sensores me permiten cartografiar el rostro de la ejecutiva que lo ha pilotado ¿Aparecerá su nombre alguna vez en mi lista semanal? En cambio yo ya no puedo recordar el mío, por borrado neural. Pienso que me gustaría acariciar sus suaves facciones… Tal vez algún día.
Matar es lo que mejor sé hacer. A veces pienso que, si no fuese un negocio, no podría dedicarme a nada más. Lo he practicado durante décadas, siguiendo todas las técnicas documentadas, la doctrina Ronin, variables modas y estilos… es un arte inagotable. Podría matar a cien, mil, un millón más… y la población no lo notaría, creciendo sin parar. ¿Por qué habría de sentirme culpable? La humanidad es un resistente virus exponencial, y yo sólo actúo como uno de aquellos jardineros de la antigüedad, que podaban algunas ramas que obstaculizaban el desarrollo del árbol. Y el árbol crecía mejor, más sano y fuerte.
La holovisión anuncia a la sociedad que los colonos xenos, aquellos que partieron siglos atrás para conquistar planetas exteriores al Sistema Solar, están regresando. En diez años estarán aquí, según los telescopios A-xem. En el improbable caso de que sea cierto –dibujar metas en el futuro evita problemas en el presente–, yo estaré contento. Nuevas rutinas y técnicas que aprender, para enfrentarme a seres no del todo humanos.
Pero silencio. Me están llegando señales.
Mis sistemas me indican movimientos por la parte exterior de la fachada del edificio. Están trepando. Intentan aminorar su huella acústica amparándose en la lluvia. Pero han subestimado mi experiencia, la potencia de mis implantes. Son cuatro. Con toda probabilidad un Escuadron C; cazadores de recompensas ansiosos de créditos y reputación, trabajando en grupos tácticos de letal eficacia. Dos especialistas en disparo, otros dos en cuerpo a cuerpo, normalmente. Supongo que mi cabeza debe estar cotizando alto; y ellos tienen prisa. Prisa por morir.
Antes de que el primero aparezca por el borde, todas mis reacciones están ya programadas. Por centésimas de segundo se decidirá quien vive y quien muere. El mínimo error de ejecución y todo habrá terminado. Instantes previos a su llegada sé por dónde se alzarán: a ambos lados aquellos que me acribillarán, de frente los que me intentarán hacer pedazos. El mundo se enlentece casi hasta el estasis a mi alrededor al actuar los reflejos yz, las armas seleccionadas listas; salto hacia atrás en el aire, tan alto como me permiten los pistones cyborg. La danza de la muerte ha comenzado.
Caen sobre la azotea como sombras hiperaceleradas de negro absoluto, aunque mis sentidos las captan casi a cámara lenta. Portan máscaras pánicas, representado ancestrales demonios japoneses, probable seña de identidad. En dos reconozco las curvadas cuchillas de titanio disruptivo naciendo de sus antebrazos; un leve roce y todos mis sistemas electrónicos caerán en blackout. No consigo detectar qué armas abrirán fuego sobre mí. Ellos esperaban encontrar a un sorprendido tipo solitario, pero lo que ven son nueve sombras térmicas, idénticas en todo a mi cuerpo, cuatro en el aire y cinco sobre la azotea, cada una ejecutando clásicas posiciones iniciales de combate. La confusión me brinda décimas de segundo esenciales. Con un barrido de cabeza marco los parámetros de cada objetivo y, mientras caigo, uso la táctica de x dinámica –brazos y piernas contrarios disparan simultáneamente a cada par de objetivos–. Mi índice derecho lanza el látigo de filamento cero, invisible, hacia el más cercano de las cuchillas; un arma reservada a psicóticos por su extrema dificultad de manejo y mortalidad. Veo la infinitesimal línea diagonal roja, el cuerpo se divide en dos en mitad de un volcán de sangre. Mi bota izquierda escupe una media luna de agujas autopropulsadas DH-Snake al más lejano, que ya comenzó a disparar a su vez; bastará con que una sola penetre en la carne: el shock por dolor es automático, después la aguja comienza a culebrear en eses por el interior… una muerte agónica. De mi bota derecha surge una Heatball expansiva hacia el otro cortador que se lanzaba, equivocado, a por una de mis sombras. Todo el metal de su cuerpo se pondrá al rojo vivo; si no muere en el acto, se acabará cortando el cuello para poner fin al dolor.
Mil colores mezclados. Un golpe sordo. Dolor. Un instante de oscuridad.
Estoy tirado en la azotea, con la barbilla hundida en el agua tóxica de la lluvia. Me ha alcanzado. El cabrón del otro extremo me ha alcanzado. Realmente bueno, y rápido, el muy cabrón. Ha disparado contra todas las sombras, tan rápido como ha podido, y yo estaba entre ellas. Casi por instinto, y antes de que sea consciente de su acierto, le disparo desde mis sobrenudillos cuatro puntas de carga convencional. Sólo una de ellas impacta, pero le revienta el brazo de la ametralladora. El cabrón cae al suelo, intentando con la otra mano detener el chorro que vomita su muñón de colgajos.
Los otros deben estar muertos, porque sino lo estaría yo.
El dolor me anuda las piernas, pero me intento poner de pie igual. El dolor aumenta. Fallo. Miro y veo el charco oscuro, trozos que no reconozco.
No hay nada por debajo de las rodillas.
Los nanocirujanos estarán ya suturando desde la amputación; mi pequeño satélite médico debe estar en camino; pero no tardará menos de veinte minutos en seleccionar los reemplazos de emergencia y llegar hasta aquí. Mucho tiempo. Muerte segura si no fuese metal la mayor parte de mis piernas. Una ola roja me recorre por dentro. Me arrastró hacia el cabrón, rezando para que siga con vida hasta que llegue.
El agua sabe a sangre y carburante. Mis plegarias han sido escuchadas.
Oigo sus chillidos cortos bajo la máscara pánica. Parecen de mujer, al igual que el resto de su esbelto cuerpo de sombra, pero no podría asegurarlo. Consigo con dificultad erguirme sobre él o ella, me da igual.
¬–Casi lo consigues –le escupo.
Y comienzo a aplicarle las antiquísimas técnicas de tortura Reiksim. Sus chillidos aumentan en intensidad. Por poco no tengo una erección mientras trabajo la carne roja. Pero la diversión termina pronto por desgracia, ni tres minutos. Me dejo caer con un pesado chapoteo a su lado. La lluvia tóxica sigue arreciando con fuerza, limpiándome la cara como una ablución impía, corriendo por mis mejillas como si estuviese llorando. Espero que ese maldito cacharro sepa encontrarme, nunca antes lo había necesitado. Debo estar haciéndome viejo. Tal vez sólo un poco desactualizado.
Si consigo repararme esta noche, iré al Vladspace a tomar algo, a registrar caras. Dentro de unas horas empezarán a llegar nuevos nombres. Dentro de poco, la lista semanal estará completa, a rebosar de novedosos divertimentos.
Una imparable carcajada despega de mi garganta. El cuerpo a mi lado sigue convulsionándose, como si le hiciese gracia.
La vida es un juego maravilloso.
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