La ciudad te Tebas, Grecia en la edad del Bronce, tenía un legítimo heredero al trono. Su nombre era Layo. Hijo de Lábdaco, los hados arrebataron la vida de su padre a pronta edad y el regente Lico, que mantenía un vínculo parental dado a que era su tío abuelo, se encargó de su crianza. Layo era un mocetón, descripción digna de un héroe divino, gozaba de una robustez vasta, tenía unos ojos fríos y elocuentes, algunos afirman que su frialdad son por haber sido testigos de las atrocidades más terribles, otros, aseguran que son regalos de su progenitor. Lico, en ese entonces rey, tenía dos sobrinos peculiares: Anfión y Zeto. El regente ordenó abandonar a sus dos sobrinos en el monte Citerón. Hombres que frecuentaban el lugar ampararon y dieron asilo a los pequeños. Estos eran hermanos gemelos, totalmente anómalos en relación a los estereotipos de gemelos de esa época, donde la competencia entre ellos era incesante y se usaba como contrapunto la exhibición de virtudes en uno compensadas en defectos del otro. Cuando uno es piadoso, el otro despiadado, cuando uno egoísta, el otro altruista. Nada de esto se les podía adjudicar a estos hermanos, ellos eran comprensivos, y razonables, creando de esta manera una sólida relación de entendimiento entre hermanos. Zeto sobresalía en las labores más rudas y manuales y se destacó en la agricultura, Anfión era el lado delicado, aficionado por la música y el arte. Ambos se confabularon y compaginaron un plan maquiavélico para derrocar al autócrata Lico. Se encargaron de que Layo no supiese nada de esto, dado a que él era un guerrero heroico y podría malograr, estratégica y sanguinariamente, el vengativo plan. Asesinaron a fuerza de bronce al regente Lico y Anfión tomó el poder del trono, asimismo, el dominio de las tropas tebanas. Zeto siguió su itinerario hacia otras tierras. Los guerreros tebanos ya no obedecían palabra alguna de Layo, ahora estaban bajo el mandato del déspota Anfión, quien ordenó el exilio del verdadero merecedor del trono. Layo osó reclamar lo que le pertenecía; el trono de Tebas. Sus primos Anfión y Zeto habían conspirado entre sombras para que Layo no se proclamara rey, planeado de manera minuciosa y pormenorizadamente usurparon el trono y desterraron a Layo. Exiliado decide huir de sus tierras y asimismo encuentra asilo en Pisa, un reino contiguo, donde Pélope lo acoge gustoso. Layo aparentaba una figura entereza, afable y poseía conocimientos sobre la doma de equinos, esto instigó a que Pélope le confiara su hijo Crisipo, y le encomendó que le enseñase el arte de conducir caballos. Crisipo era un joven atractivo, dócil y con rasgos pueriles, detalles que llamaron la atención de Layo y lo dejaron prendado del joven. Durante vastas e inagotables estaciones, pretende conquistarlo mostrando sus más encantadores semblantes, pero sin resultados, el joven Crisipo no cedía a sus demandas. Layo, digno descendiente de guerreros heroicos protagonistas de proezas y epopeyas, inundado de impotencia decide consumar su propósito afrentando al muchacho, lo rapta y luego da lugar al estupro. Crisipo no puedo ofrecer resistencia alguna, sus esfuerzos se veían endebles ante la impetuosa arremetida de Layo. El joven no pudo deglutir las afrentas que brotaron después de la violación de Layo, y trémulo de pavor se expuso a la abyección del suicidio, pero no antes de contarle a su padre lo sucedido. Layo, previendo que acontecerá cuando Pélope se enteré de su desfavorecido y vil acto para con su hijo, sabe que el mejor camino es, otra vez, la huida. El rey de Pisa, vilipendiado, por consiguiente arroja sobre layo la maldición de Apolo, la cual declara que su estirpe se exterminará a sí misma. Logra escapar, pero la maldición pesará en su linaje. Vuelve a Tebas dispuesto a ocupar el puesto que merece, como heredero legítimo de la corona. El regreso no podría ser más oportuno, la muerte se habría presentado de manera idónea para su propósito. Anfión había muerto y los tebanos estaban prestos para el envío del emisario, quien debía comunicar al heredero que ya era tiempo de regresar a reclamar la corona, para ser, al fin, proclamado rey de Tebas. Layo, imponente soberano de Tebas desposa a Yocasta, quien aún es una niña. Descendiente del linaje de Cadmo y Harmonía, Yocasta era una joven prodigiosa, rebosante de una inteligencia y madurez inusual para mujeres de esa edad, y aún más extraño, virtudes anómalas atribuidas a una mujer de esa época. Durante insistentes años, intentan engendrar un hijo pero ven esfumarse sus esfuerzos dejando ingratas horas de perseverancia. Impotente, Layo, acudió al oráculo de Delfos en busca de una solución. La respuesta no le satisfizo, lo único que profirió el oráculo fue: «Tu hijo matará a su padre y se acostará con su madre». El rey fue sensato, guardó el secreto y no se lo reveló a su mujer. Después de las palabras del oráculo, el rey hacía todo lo que estuviese a su alcance para impedir que un monstruo así naciera. Una noche de júbilo, bajo los efectos de la bebida, yacieron en la cama los cónyuges, totalmente beodos, fecundaron y dieron lugar a su, antes, tan esperado progenie. Tratando de evitar que se cumpliera la profecía, Layo, ordena a un súbdito que acabase con la vida del hijo bastardo, que lo echase a las fieras. El súbdito se apiadó de la criatura y jugó con su destino. Procedió a llevarlo al monte Citerón y lo colgó de los pies, los cuales perforó para asegurar que este no cayera, en un árbol de considerable tamaño, para evitar que el niño pereciera siendo presa de un famélico predador. El monte pintaba el más desalmado paisaje al horizonte, una cortina de árboles longevos de apariencia lúgubre, donde el más imponente semejante se alza y se pierde en la densa neblina, una rama sobresale y evidencia el ajar de los años con su color funesto, donde cuelga la miserable y decrépita vida de un genuino heredero del trono de Tebas.
|