Después de levantarse, creyendo que aún estaba soñando, cepillarse los dientes meticulosamente, hacer gárgaras con astringente en el lavabo y ducharse levemente como era su costumbre todas las mañanas, Emilio se detuvo despacio al escuchar el tictactitac de su antiguo reloj de mesa frente al espejo colocado en la coqueta de su pequeño dormitorio de soltero. Allí se miraba una y otra vez el rostro larguirucho, buscando alguna diferencia entre la imagen que proyectaba en el espejo y el rostro mismo que miraba al otro rostro fuera del espejo. Por esa razón, se acarició la boca, las cejas, los ojos y la nariz bombolona de su herencia africana. Observó y contó sus dientes y no le faltaron y cada uno de los órganos exteriores de su cara y comprobó que eran similares a los que se veían en el espejo.
Al extender frente al espejo sus extremidades, especialmente sus brazos, y bostezar con aguda pereza, de pronto lo atrajo el recuerdo lejano de la Historia del Mago de Persa que leyó en su niñez y en la cual el Mago Ibrajim penetraba, desaparecía y salía de un espejo como por arte de magia con suma facilidad.
Contaba el libro que leyó en la escuela cuando a penas tenía siete años, que en el mundo del espejo todas las cosas tenían su par como dos gemelos, pero al revés.
Desde el día en que leyó esa historia, Emilio quedó completamente fascinado, y desde entonces tuvo la intensión de penetrar un espejo para conocer ese mundo maravilloso que vivía en su interior, y que según el Mago Ibrajim, existía fantásticamente bañado de luces; fue así que Emilio decidió esa mañana penetrar las paredes del espejo de su coqueta y nadar sobre ella como pez en el mar.
Antes de convertir su idea en realidad, Emilio avanzó con decisión sin proponérselo hacia el centro del espejo, donde se proyectaba su imagen; se detuvo unos breves instantes antes de intentar penetrarlo, lo tanteó con la palma de la mano y lo golpeó con los nudillos de sus dedos, hasta que finalmente trató de introducir primero su cabeza encanecida y posteriormente el resto de su cuerpo y aunque no pudo hacerlo, se le veía fascinado y deslumbrado por toda la fantasía que percibía en la gran aventura de su vida que iniciaba en esos momentos.
El espejo estaba bien cuidado, por lo tanto, lucía reluciente y transparente; densamente claro, de una claridad mortal que a todos asombraba.
A pesar de la claridad que lucía el espejo, y que contrastaba con la pobre luz exterior que lo rodeaba, Emilio quiso tener más luz para seguir avanzando con los ojos cerrados, porque ahora sus pasos serían muchos pasos, muchos e infinitos pasos en el mismo lugar que ni él mismo los sentía de tanto pensar en el mundo que lo esperaba.
Cada vez que avanzaba y se acercaba pulgada a pulgada al espejo, retrocedía, mientras el aire se le hundía por la nariz y el olor a plata y aluminio de los espejos lo anestesiaba y lo hacía feliz, le inmovilizaba el pelo lacio que le caía en espiral en forma de melena hasta las cejas, golpeándole el lóbulo de las dos orejas.
Aparentemente sus pasos parecían pasos meticulosamente estudiados, fríamente calculados.
Pensaba que alguna vez en su vida había vivido este momento y que había estado alguna vez en algún lugar parecido al remoto y extraño mundo de vidrio, plata y aluminio que soñaba. No recuerda bien si le tocó vivir en otra ocasión, en otra vida, o si fue un sueño largo, o fue el efecto de la lectura de la Historia del Mago de Persa que todavía estaba colocado en el anaquel de libros de su padre, pero no sabía a dónde y eso lo aturdía y confundía. Eso sí, sentía que estuvo en el raro mundo del espejo o en un lugar parecido, tal vez lo sentía por el olor seco del vidrio de los espejos, la brisa congelada de sus espacios transparentes, las paredes frías del extenso mar de aguas cristalinas que lo bañaba, la vida al revés o al derecho y la eterna mansedumbre que sentía más allá de sus sentidos.
Aunque seguía caminando a paso de tortuga hacia el espejo, fascinado, recostado a veces de tumbo en tumbo en sus paredes, buscando a tienta una puerta por donde entrar a ese mundo, ya que hacía varias horas que estaba intentando penetrarlo a cómo de lugar, aunque en su conciencia somnolienta había perdido la noción del tiempo y del espacio. No sabía si estaba allí en ese lugar de su habitación o dentro del espejo, no sabía tampoco su duración, si meses, si años, pero caminaba al fin y al cabo en zigzag, como pudo hacia su objetivo, que era lo que más importaba. Avanzaba mudo con la ropa de cama pegada al pellejo, hasta caer por fin desplomado en el mismo lugar de su habitación donde había empezado absurdamente su aventura, sin lograr repetir la Historia del Mago de Persa que leyó en su niñez.
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