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UNA HISTORIA DE VERDADERO AMOR
Juan, humilde campesino, carecía de riqueza material y era muy limitado su acervo cultural; en cambio, abundaba su fortuna espiritual, entre otras cosas, por la lectura habitual de la Palabra de Dios, extrayendo de ella las lecciones permitidas por las limitaciones de su intelecto, pero que, a su manera, procuraba llevar a la práctica.
Pocas veces en el año podía ir al pueblo más cercano, pues debía transitar durante horas por senderos peligrosos hasta alcanzar la carretera que lo conduciría al poblado y esperar uno de los pocos vehículos de servicio público que por allí transitaban. Su mayor frustración era no podía asistir a la misa dominical.
Su estudio de la Biblia era orientado a la búsqueda de la excelencia frente a Dios. Había un tema que le causaba su mayor inquietud: ¿qué ofrecerle a Dios para demostrarle su amor, su adoración, su agradecimiento, pedirle perdón por sus faltas y fuerzas para seguir adelante?
Lectura tras lectura indagó por 379 citas bíblicas del Antiguo Testamento, 321 que mencionan "sacrificio" y 58 "ofrendas" y siempre llegaba a la misma conclusión: era la forma del Pueblo Judío de ofrendar a Dios, pero para él no tenía sentido; ¿por qué? No lo sabía; ignoraba que así sacrificara todo su ganado y quemara la totalidad de los productos de su finca estaría muy distante de alcanzar los beneficios deparados por la eucaristía. Para él era absurdo volver a las costumbres del Antiguo Testamento, más no comprendía con exactitud que a partir del Calvario la víctima del sacrificio y a la vez ofrenda a Dios Padre era su mismo Hijo.
Aprovechando la llegada del verano, Juan resolvió partir hacia el poblado a la madrugada de un fin de semana con la intensión de asistir a la misa de precepto. Acudió con suficiente tiempo, de esta manera pudo leer en la hoja de la liturgia una explicación sobre el banquete eucarístico.
Entonces fue iluminado por el Espíritu Santo y pudo comprender cómo en la misa se daban a la vez varios hechos trascendentes: por la consagración de la hostia y el vino se repetía incruentamente el sacrificio del Gólgota; era un banquete porque allí el alma recibía a Jesús sacramentado como su alimento y por ende era la conmemoración de la última cena del Divino Maestro con los apóstoles, sus discípulos; era la Asamblea del Pueblo de Dios, reunido para escuchar la Palabra de Dios.
Mientras continuaba con su lectura se preguntaba sobre el momento más importante del banquete eucarístico: ¿Ritos iniciales? ¿Liturgia de la Palabra? ¿Ofertorio? Indiscutible, la consagración es el culmen, el centro. Sin embargo, hay otro momento trascendente, cuando el sacerdote, previamente al Padre Nuestro, eleva la hostia convertida en el Cuerpo de Cristo y el cáliz con su Sangre para presentarlos al Padre como gran manifestación de amor, como sacrificio y ofrenda de su Pueblo. ¡Oh, qué gran momento! ¡Imposible encontrar una ofrenda mejor para Dios Padre que su propio Hijo, con la energía proporcionada por la presencia del Espíritu Santo!
Entonces, este hombre casi analfabeta comprendió el valor del sacrificio y ofrenda de la nueva Alianza y embargado de alegría encontró la respuesta a su gran inquietud sobre cómo agradar a Dios. Con humildad y sencillez pidió al Creador permitirle colocar su corazón en las manos del sacerdote para ofrecérselo junto con el Cuerpo y la Sangre del Redentor.
A partir de aquel dichoso día del Señor, Juan no volvió a faltar a la eucaristía dominical, así ello le implicara hacer ingentes esfuerzos. Frecuentó el sacramento de la reconciliación y nunca más dejó de comulgar porqué concluyó: si un amigo me invita a cenar, asistiré gustoso y comeré para dar gusto a mi paladar y saciar mi hambre; por tanto, cómo asistir a la misa y no comulgar si allí encuentro todo el placer de tener en mi Salvador mi alimento de vida eterna.
Allí inició una vida con más sabor a verdadera felicidad, de compromiso y entrega
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