En un rincón a la izquierda, tras la puerta de madera pintada de verde,
sobre un blanco y almidonado tapete de croché extendido sobre la pequeña
mesa oval, está la caracola, como una radio sin botón, a la que sólo hay que
pegar la oreja para oír la única melodía posible: el mar.
Es de suaves colores marrones, rosas y anacarados y se riza sobre sí misma como
las olas que la han arrastrado desde la profundidades del mar hasta la playa.
Los chiquillos porfían para tenerla como se porfía por obtener un premio.
Hay quien dice que no oye nada.
La niña se acerca al tropel, altiva, mandamás de la cuadrilla, la coge,
más bien la roba en un arrebato de las manos del chiquillo labrador.
Y acercándosela al oído, cierra los ojos para escuchar intensamente aquella
música lenta y acompasada como las mecidas de una cuna que le trae
a la boca un fuerte sabor a sal y a la memoria recuerdos del último verano.
Y en un suspiro suelta la queja: ¡que pena, es el eco del mar que está prisionero!
NESKATILLA