Acababa yo de cumplir los ocho años, cuando mi abuela, entonces con
cincuenta y siete, empezó a pelear, en voz alta, con un duende que parecía
odiar el orden de todas las cosas. El duende le escondía las gafas, la novela
de Corín Tellado, el rosario, el quinqué, el soplillo o el azucarero, y le cambiaba
de sitio las babuchas, la revista Ama, las tijeras, las medias, el jabón y
hasta las orquillas del moño. «Como te pille te vas a enterar,
duende del demonio»,
la oíamos decir mi hermano y yo y nos reíamos a carcajadas. Yo me escondía
detrás de las puertas, de las cortinas o de la cómoda de los tres espejos,
para pillarlo por sorpresa, pero nunca llegué a verlo. De todas formas,
me lo imaginaba azul, del tamaño de un pepino, con dientes de Ratoncito Pérez,
nariz de Pinocho y orejas iguales, sino que mucho más pequeñas,
a las de nuestra burra Catalina, y soñaba con él por las noches.
Durante nuestra juventud, ya en casa de mis padres, mi abuela siguió peleando
con «su amigo›, que le «embarcaba la cabeza», decía ella, y la martirizaba
con diabluras cada vez de más alto rango: le añadía sal extra a las comidas,
volvía a meter la ropa limpia en la lavadora o ponía un huevo en el cajón
de los calcetines. «Ya está la abuela con sus despistes. Será el duende»,
decíamos todos mirándonos con cierta perplejidad y preocupación.
Pero, a continuación, mis padres salían pitando para la tienda, de donde volvían
a las diez de la noche reventados, y mis hermanos y yo nos íbamos a una reunión,
a la manifestación de turno, a la facultad, al trabajo o al cine, y dejábamos
a mi abuela sola en la casa con «su duende». Unos años más tarde, un día,
cuando regresaba de la facultad a mi casa, a eso de las ocho de la tarde,
me encontré a mi abuela, en camisón de dormir y descalza, sentada en
un banco de la plaza, echándole trocitos de pan duro a las palomas.
A partir de aquel día, fue olvidando el nombre de las cosas y nuestros nombres
hasta que se perdió a sí misma y no se volvió a encontrar nunca más.
Y ahora, parece que un duende se «entretiene» conmigo.
Será porque tengo cincuenta y siete años.
NESKATILLA
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