Cerca del establo donde el Niño Dios descansaba,
se dice que habían tres árboles: una palmera, un olivo y un pino.
Al ver a tanta gente que iba y venía con regalos,
ellos también sintieron deseos de ofrecer algo al Niño Jesús.
- Yo -dijo la palmera- voy a desgajar una de mis ramas.
La voy a colocar cerca de la cuna y cuando el Niño Jesús tenga calor,
yo, suavemente, dulcemente, le abanicaré. No puedo hacer otra cosa.
- Pues yo -dijo el olivo- pienso hacer aceite de mis olivas y
ofrecérselo a su madre, la Virgen,
para que haga comida y pueda ungir los piececitos del Niño.
El pino estaba muy triste. No sabía qué ofrecer.
Además, la palmera y el olivo se burlaban de él y le decían: - No, tú no tienes nada que regalar. Con tus hojas,
que parecen agujas, pincharías al Niño. Nadie te quiere ni te querrá. Y el pino tenía mucha pena.
Pero un ángel que contemplaba la escena se
compadeció de él y decidió ayudarlo. - No tengas pena -le dijo-. Yo te voy a ayudar.
Pediré a las estrellas que bajen del cielo y se posen en tus
ramas y con su luz alumbrarás al Niño y, además,
servirás de guía a todos los caminantes que acudan a la cueva.
Así lo hizo, y al tiempo el pino se vio todo lleno de luces de colores
porque muchas estrellas bajaron del cielo y se posaron en sus ramas.
Y hasta el Niño Jesús desde su cunita se fijó en el pino.
Sus ojitos brillaron al contemplar luces tan bellas.
Desde entonces, el pino es elemento de adorno en todos
los hogares del mundo en la época de Navidad,
como recuerdo de aquel pino que un día brilló ante la cuna del Niño Jesús
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