A FELIPE RUIZ
¿Qué vale cuanto vee, do nace y do se pone, el sol luciente, lo que el Indio posee, lo que da el claro Oriente con todo lo que afana la vil gente?
El uno, mientras cura dejar rico descanso a su heredero, vive en pobreza dura y perdona al dinero y contra sí se muestra crudo y fiero;
el otro, que sediento anhela al señorío, sirve ciego y, por subir su asiento, abájase a vil ruego y de la libertad va haciendo entrego.
Quien de dos claros ojos y de un cabello de oro se enamora, compra con mil enojos una menguada hora, un gozo breve que sin fin se llora.
Dichoso el que se mide, Felipe, y de la vida el gozo bueno a sí solo lo pide, y mira como ajeno aquello que no está dentro en su seno.
Si resplandece el día, si Éolo su reino turba, ensaña, el rostro no varía y, si la alta montaña encima le viniere, no le daña.
Bien como la ñudosa carrasca, en alto risco desmochada con hacha poderosa, del ser despedazada del hierro torna rica y esforzada;
querrás hundille y crece mayor que de primero y, si porfía la lucha, más florece y firme al suelo invía al que por vencedor ya se tenía.
Esento a todo cuanto presume la fortuna, sosegado está y libre de espanto ante el tirano airado, de hierro, de crueza y fuego armado;
«El fuego —dice— enciende; aguza el hierro crudo, rompe y llega y, si me hallares, prende y da a tu hambre ciega su cebo deseado, y la sosiega;
¿qué estás? ¿no ves el pecho desnudo, flaco, abierto? ¿Oh, no te cabe en puño tan estrecho el corazón, que sabe cerrar cielos y tierra con su llave?;
ahonda más adentro; desvuelva las entrañas el insano puñal; penetra al centro; mas es trabajo vano, jamás me alcanzará tu corta mano.
Rompiste mi cadena, ardiendo por prenderme: al gran consuelo subido he por tu pena; ya suelto encumbro el vuelo, traspaso sobre el aire, huello el cielo.»
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