la experiencia del amor de María, nuestra Buena Madre, nos hace fuertes y audaces para seguir construyendo “su” obra. Ella nos toma de la mano para invitarnos a seguirla. ¡Qué expresión tan bella y tan fuerte! Asidos de su mano, nada hemos de temer, como el niño que empieza a caminar de las manos de su madre.
Ya hemos caminado mucho en la vida, pero, en este particular momento de nuestra historia, los Hermanos Capitulares nos recuerdan que se trata de “otra manera distinta de caminar”, porque hay que ir por “caminos nuevos hacia una tierra nueva”. Y para ello necesitamos de las manos de María. Solos, no sabremos hacerlo.
Las preguntas primeras que me hago son: ¿Soy consciente de dar la mano a María para que me conduzca por estos “caminos nuevos” del Espíritu? ¿Pido su mano con cariño e insistencia todas las mañanas o es una simple costumbre marista sin contenido vivencial? ¿La escucho? ¿La contemplo? ¿Dialogo con ella? ¿Entro en su vida interior?
Y le digo: ¿A dónde me llevas, María? ¿A dónde me llevas corriendo? ¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Cuál es el sentido de tu urgencia? ¿Por qué afrontar tantos riesgos? ¿Qué profetismo quieres que ejerza?
María quiere llevarnos a Jesús. Es su gran misión en la historia. Le urge llevarnos a Él. Por eso, corre, como los personajes de Lucas que no pueden permanecer quietos cuando Jesús pasa. Y Jesús siempre está pasando, camina a buen paso, camino de Jerusalén, hacia su Hora, como dice Juan, “para seguir amando hasta el extremo”.
María nos insiste para que salgamos de nuestras seguridades, de nuestras fortalezas, de nuestro saber, para – con humildad – explorar caminos nuevos, los del no saber, los de la debilidad, con la certeza de que el Señor siempre va con nosotros. Salir siempre, salir de nosotros para ir al encuentro de Jesús con el dolor del mundo y de la historia. Salir, abandonar a ese Jesús que hemos convertido en seguridad y posesión, para ir al encuentro de ese otro Jesús que se nos revela desconocido, difícil, misterioso. Para nosotros, Jesús nunca debiera ser el poseído, el alcanzado, el conocido… sino el eternamente joven, el nuevo, el retador, que nos descoloca con preguntas y desafíos nuevos.
Un Jesús así, nos incomoda. Una espiritualidad así, no nos gusta porque tenemos la tendencia de crear espiritualidades a nuestra medida. Un Dios siempre en camino, nos cansa. No lo queremos. Sin embargo, ese es el Dios de Abraham, Isaac, Jacob, Jesús, María y Marcelino. ¿O será acaso que nosotros ya hemos llegado a Jerusalén, a nuestra Hora?
Estamos en camino, de la mano de María, siempre saliendo al encuentro de las Isabel y los Montagne de nuestro tiempo. Es ahí donde se revela el verdadero rostro de Jesucristo. Sólo ahí. Como Maristas, tenemos la firme convicción que, de la mano de María, no podemos equivocarnos de camino, ni desanimarnos. Ella cura nuestras heridas y conforta nuestros vacíos. Ella nos levanta cada mañana y nos arropa cada anochecer. Ella susurra en nuestros oídos la canción de la victoria de nuestro Dios: Magnificat anima mea, Dominum!
La “tierra nueva” es una promesa maravillosa. No me extraña que a los Hermanos Capitulares se les haya pasado la mano en sus sueños, deseos e invitaciones. Su Carta es una auténtica bomba de expansión para ayudarnos a despertar de nuestras inercias: nos sentimos empujados por Dios “hacia una tierra nueva, que facilite el nacimiento de una nueva época para el carisma marista”. ¡Y eso sólo se dará de la mano de María!