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La mujer menguante renunció a muchos de sus principios. Se propuso no hacer nada que no desease hacer, aprender a decir que no aún a costa del dolor de otros, poner su felicidad por delante de la de aquellos que por egoísmo o torpeza no la merecían. Se prometió ser más fuerte cada día y aprender de los errores sin lamentos.
Sin embargo, acabó renunciando a estas premisas.
Sucedió de forma paulatina, tan despacio y sutilmente como su propia abreviación. Primero cedió en la selección de sus amigos (hay tan pocos y es tan complicado mantenerlos) y se sintió un poco más pequeña. Después, en la elección de sus amantes (es tan fácil darlo todo a cambio de cariño) y menguó un poquito más. Al final se encontró vendida al mundo entero, utilizada con descaro por vecinos y familiares, engañada por hombres sin escrúpulos que pasaban por su vida a la velocidad del viento y, para entonces, ya se sentía minúscula. Le fallaban las fuerzas de tanto dar y, en su debilidad, empequeñecía. Lloró y se redujo aún más, porque sabía que rompía así la última de sus condiciones.
Pronto fue olvidada por todos aquellos que, cuando la necesitaron, la tuvieron. Tan eficiente era en su ayuda que, satisfechos, no echaron de menos a la enanita de los deseos cumplidos. Y, entre llantos y soledad, siguió menguando la mujer menguante.
Ahora vive en el cajón de mi mesilla. Es gruñona y arisca pero creo que en el fondo se siente feliz. Me dice que está tranquila, que las buenas personas viven muy bien cuando las dejan en paz porque nunca se les compensa en la medida que se les pide. A veces me da consejos, aunque exige a cambio y por adelantado grandes muestras de cariño y atención. Dice que carece de valor lo que se consigue sin esfuerzo y que yo no apreciaría su ayuda si me la diera de forma altruista. Quizá tenga razón, pero yo sé que tiene un motivo aún más poderoso para mantenerse firme en sus principios. Ha menguado tanto que, si renunciase de nuevo a ellos, desaparecería convertida en nada.
Neskatilla
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