ADOREMOS EN SILENCIO EL MISTERIO Y OREMOS PARA QUE SU PLAN DE SALVACIÓN NO TARDE EN REALIZARSE PLENAMENTE
Pablo ha reflexionado ampliamente sobre el misterio de su pueblo, sobre su endurecimiento y su incredulidad. El rechazo de una parte de Israel ha supuesto la ocasión para hacer entrar en masa a los paganos en la alianza concluida en un tiempo con Abrahán, con la que verdaderamente —según la promesa— han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. El apóstol sabe que los dones y la llamada de Dios no tienen marcha atrás. La acogida dispensada a los gentiles no implica el repudio de Israel. No sabemos ni cómo ni cuándo tendrá lugar el retorno de aquellos que fueron, y seguirán siendo para siempre, los «elegidos». Todos estamos invitados al banquete del Reino, y la sala del banquete de bodas no es demasiado estrecha. Puede contenemos a todos cómodamente, porque tiene las mismas dimensiones del corazón de Dios. Lo que importa, por consiguiente, es que nuestro comportamiento sea el indicado por Jesús en la parábola evangélica. Nosotros, que nos sentimos invitados ahora al banquete, no debemos entrar en plan altanero, con altivez, poniéndonos en el lugar principal, sino con la humildad del que sabe que todo es gracia y don.
Nuestra oración debería alimentar el deseo de que el Señor de la casa diga a nuestros «hermanos mayores»: «Subid más arriba, volved al primer puesto». La fiesta no estará completa, en efecto, hasta que todos juntos —judíos y gentiles— realicemos el deseo de Jesús, que vino a derribar el muro de separación, a hacer de los dos un solo pueblo nuevo. Frente a los designios de Dios, adoremos en silencio el misterio y oremos para que su plan de salvación no tarde en realizarse plenamente. A nosotros se nos pide vivir en la caridad y en un clima de acogida recíproca, para ser verdaderos hijos de aquel que es Padre de todos y ha enviado a su Hijo unigénito, el Predilecto, a recapitular en él a toda criatura.