Valor de un alma.
Si a nosotros, cuando se nos pierde algo de relativo valor, buscamos por toda la casa, y no nos quedamos tranquilos hasta encontrarlo. Y si ya lo hemos perdido definitivamente, nos lamentamos, incluso lloramos y nos ponemos muy tristes por la pérdida; ¡cuánto más se pondrá triste el Señor y su Madre, al ver perderse cada día en el abismo infernal, a sus hijos tan queridos!
Este es el dolor que tienen los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Si queremos consolarlos, debemos trabajar por la salvación de las almas.
La Virgen en Fátima les mostró el Infierno a los pastorcitos, y poniéndose muy triste les dijo que allí iban las almas de los pobres pecadores porque no había nadie que rezara y se sacrificara por ellos.
Este llamado es para nosotros, los Consoladores de Jesús y María, para que tomemos conciencia de que la forma que tenemos de consolar al Señor y a la Virgen es salvando almas, ya sea con la oración, con la penitencia, con el apostolado, con el sacrificio, con la propia vida, desgastándonos hasta lo último para salvar a las almas que tanto aman Jesús y María.
Pero para salvar, debemos salvarnos primero nosotros. No podemos consolar a los Sagrados Corazones si nosotros mismos seguimos cometiendo pecados y poniéndonos al borde del abismo, ya que así no sólo no los consolamos, sino que los entristecemos más, ya que los pecados que cometemos entristecen a Jesús y a María.
Cada alma que salvamos, son muchas espinas que quietamos de los Sagrados Corazones. Salvemos muchas almas para que Dios esté contento. Un medio fácil para hacerlo es repitiendo muchas veces el acto de amor enseñado por Jesús a Sor Consolata Betrone: JESÚS, MARÍA OS AMO, SALVAD LAS ALMAS. Porque cada vez que lo decimos, salvamos el alma de un pecador y reparamos por mil blasfemias, como el Señor lo ha prometido |