Si en los años de los bisabuelos, de la generación de los bisnietos que peinamos canas, las cartas de presentación en las agencias matrimoniales eran la clave del encuentro, las misivas colmadas de ilusiones y expectativas cruzaban océanos hasta las manos de un extraño. Y un tiempo más acá (yo misma lo viví) el correo sentimental anunciado en periódicos y revistas perseguía la misma fortuna.
¿Nos sorprenderá que tan avanzados en tecnologías, sigamos desconectados del mundo? ¿Qué para vincularnos tengamos que poner un usuario y una clave?
¿Nos sorprenderá que en el siglo de las comunicaciones, la principal problemática sea la comunicación en las relaciones? O acaso, ¿nos avergonzará la necesidad de pretender coincidir con alguien más allá de nosotros mismos? ¿Serán las corazas que hemos sabido levantar, las que se distienden cuando “aprendemos a amar” desde la soledad de nuestro ser? ¿La magia de no saber quién está juzgándonos nos dará aire para remontar nuestras ilusiones?
Reflexionando, he llegado al punto de plantearme ¿cómo vivimos internet, como un camino o un destino? ¿Cómo una posibilidad de descubrimiento o un resultado? Y en este interrogante, creo que está el foco de atención. ¿Las redes sociales son utilizadas para conocer o desconocer? ¿Para acercarnos o acechar? ¿Para ser quienes somos o soñar con quienes podríamos llegar a ser? ¿Buscamos conquistar a otras personas o iniciar sesión con nosotros mismos?
¡Por lo pronto dejaré de escribir este post, me acaban de llegar 15 mails con solicitudes de hombres, que según el proveedor del servicio, son mis almas gemelas.