Cierto que las grandes librerías tienen un rincón con sillones cómodos, donde puedes sentarte a hojear los libros que te interesan y pasar unos minutos agradables. Allí solemos encontrar al clásico «gorrón o gorrona», que no hojea los libros sino que los lee plácidamente de cabo a rabo, en frecuentes –si no diarias– visitas a las librerías…
Estoy convencida que obtenemos el gusto por la lectura de la propia familia. Mi padre me aficionó desde niña a los libros. Según iba yo creciendo, me regalaba libros adecuados, sobre todo cuentos y novelas de personajes históricos. Ya adulta, para dar una tregua a la Etnografía y Antropología, me aficioné a los de historia novelada de Larry Collins y Dominique Lapierre y los de suspenso con fondos reales de Frederick Forsyth.
Un recuerdo precioso que retengo y vuelvo a gozar cada vez que pienso en él. En una esquina de mi habitación, con un enorme listón dorado, se hallaba un pequeño librero –que olía a cedro– con su puerta de cristal, donde descansaban los 20 tomos de El tesoro de la juventud y en la parte superior se alineaban cinco enormes libros de cuentos preciosamente empastados en rojo. Uno de los mejores regalos que he recibido en la vida.
Y una imagen reciente que también me produce gozo, es la de dos niños pequeños –cinco o seis años–, que en una «librería de viejo», sentados en un mínimo banquito, pasaban lentamente las hojas de un deteriorado libro ilustrado de cuentos de Grimm y de Anderson. Ignoraban el ambiente de su alrededor, disfrutaban la lectura absortos. Me dolí de no llevar mi cámara y pensé que un Renoir o un Manet, hubieran bosquejado rápidamente la escena…
Bienvenido sea ese tipo de «gorrones…», seguramente futuros grandes lectores.
Neskatilla
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