La palabra
De pronto el viento que movía las vestiduras y las almas borra en un sueño de ala inmóvil su rumorosa torre de alas.
Cada mujer y cada hombre sólo en su sola huella marcha, y se ignoran secretamente en el desnudo de la plaza.
Todos esperan, convocados por un silencio de campanas; todos esperan, sombra a sombra, que por sus ojos hable el alba.
En cada gota de la sangre preludia un mar de lenta escama, y el peso antiguo de la nieve las vigilantes lenguas cuaja.
Todos tiemblan y nada saben: algo se triza, algo se alza. Todos escuchan ateridos, un rumor de médulas blancas.
¿Quién se detiene y es cruzado por mil heridas destelladas? ¿Quién ha medido ya su muerte sobre las losas de la plaza?
Bajo las piedras cristalinas bellos demonios verdes braman, y entre los árboles de humo gemas agónicas estallan.
Las soledades se han quebrado: Se llena el aire de ventanas. Rechinan dientes en lo oscuro. La miel de llanto se dispara.
Corren venenos amarillos por las venas de los fantasmas. Fuentes suicidas se clausuran, y desiertos su arena mascan.
Se arrodillan vivos y muertos en sus túnicas solidarias, porque hay uno, entre todos uno, que fue mordido de la llama.
Los dulces pies del alcanzado lumbre en la tierra azul derraman. La ciudad hunde sus raíces en la tersa furia del alba.
Hasta esa boca mensajera sube una flor desesperada. Todo el jardín de Dios se encoge tironeado por las entrañas.
Porque hay uno, entre todos uno, glorioso pasto de la llaga. Rey sin ventura. El inocente: el que ha traído la palabra.
Sara de Ibañez
Novato
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