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Poesías para la Semana Santa
por
Gerardo Diego
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VIA CRUCIS
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OFRENDA Dame tu mano, María, la de las tocas moradas. Clávame tus siete espadas en esta carne baldía. Quiero ir contigo en la impía tarde negra y amarilla. Aquí en mi torpe mejilla quiero ver si se retrata esa lividez de plata, esa lágrima que brilla.
Déjame que te restañe ese llanto cristalino, y a la vera del camino permite que te acompañe. Deja que en lágrimas bañe la orla negra de tu manto a los pies del árbol santo donde tu fruto se mustia. Capitana de la angustia no quiero que sufras tanto.
Qué lejos, Madre, la cuna y tus gozos de Belén: - No, mi Niño. No, no hay quien de mis brazos te desuna. Y rayos tibios de luna entre las pajas de miel le acariciaban la piel sin despertarle. Qué larga es la distancia y qué amarga de Jesús muerto a Emmanuel.
¿Dónde está ya el mediodía luminoso en que Gabriel desde el marco del dintel te saludó: -Ave, María? Virgen ya de la agonía, tu Hijo es el que cruza ahí. Déjame hacer junto a ti ese augusto itinerario. Para ir al monte Calvario, cítame en Getsemaní.
A ti, doncella graciosa, hoy maestra de dolores, playa de los pecadores, nido en que el alma reposa. A ti, ofrezco, pulcra rosa, las jornadas de esta vía. A ti, Madre, a quien quería cumplir mi humilde promesa. A ti, celestial princesa, Virgen sagrada María.
 Jesús sentenciado a muerte. No bastan sudor, desvelo, cáliz, corona, flagelo, todo un pueblo a escarnecerte. Condenan tu cuerpo inerte, manso Jesús de mi olvido, a que, abierto y exprimido, derrame toda su esencia. Y a tan cobarde sentencia prestas en silencio oído.
Y soy yo mismo quien dicto esa sentencia villana. De mis propios labios mana ese negro veredicto. Yo me declaro convicto. Yo te negué con Simón. Te vendí y te hice traición, con Pilatos y con Judas. Y aún mis culpas desanudas y me brindas el perdón.
 Jerusalén arde en fiestas. Qué tremenda diversión ver al Justo de Sión cargar con la cruz a cuestas. Sus espaldas curva, prestas a tan sobrehumano exceso y, olvidándose del peso que sobre su hombro gravita, con caridad infinita imprime en la cruz un beso.
Tú el suplicio y yo el regalo. Yo la gloria y Tú la afrenta abrazado a la violenta carga de una cruz de palo. Y así, sin un intervalo, sin una pausa siquiera, tal vivo mi vida entera que por mí te has alistado voluntario abanderado de esa maciza bandera.
 A tan bárbara congoja y pesadumbre declinas, y tus rodillas divinas se hincan en la tierra roja. Ya no hay nadie que te acoja. En vano un auxilio imploras. Vibra en ráfagas sonoras el látigo del blasfemo. Y en un esfuerzo supremo lentamente te incorporas.
Como el cordero que viera Juan, el dulce evangelista, así estás ante mi vista tendido con tu bandera. Tu mansedumbre a una fiera venciera y humillaría. Ya el Cordero se ofrecía por el mundo y sus pecados. Con mis pies atropellados como a un estorbo le hería.
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