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Cuando la realidad no invita al optimismo siempre se lleva a cabo el sacrificio de algún chivo expiatorio que pueda encajar la culpa, sin rechistar, para eximir así a los verdaderos culpables. En una recesión profunda y simultánea en economías avanzadas y emergentes como la actual, el inmigrante se ha convertido, en muchos países, en el principal señalado para explicar los avatares de la crisis. Quienes más sufren son también quienes más alto coste tienen que pagar por la avaricia y la sordidez de los que han puesto al mundo del revés.
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En cualquier debate sobre inmigración, el miedo siempre es más atractivo que la esperanza. Por ello, a medida que los efectos de la recesión económica se han ido haciendo más visibles, se han desarrollado también ciertos malestares entre grupos de trabajadores nacionales que, en algunos casos, han llegado a traducirse en repercusiones políticas de gran magnitud en países como Suiza, Holanda o Dinamarca.
Entre los orígenes de este recelo generalizado están las dificultades de integración que tienen los inmigrantes en sus comunidades de acogida. En muchos casos, los extranjeros, que por lo general llegan con pocos recursos económicos y sociales, se asientan en las mismas barriadas que con anterioridad habían sido ocupadas por sus compatriotas o por personas de su mismo credo. Algo habitual ya que es en el abrazo de sus “semejantes” en donde encuentran el impulso necesario para empezar a construir una nueva vida desde sus cimientos. Vidas que crecen y se articulan alrededor de núcleos cerrados que se vuelven impermeables a las costumbres, la idiosincrasia e incluso la lengua de su nuevo entorno.
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